El otro día pasé por mi banco para pedirle si me podía adelantar 1.500 euros con la garantía de mi nómina, que no llega a 700 euros mensuales. Es cierto que es poca cantidad lo que cobro, sin embargo, soy cliente en el banco desde el año 2002, y como tuve una tienda de informática que me fue bien, he llegado a tener en esa cuenta hasta 50.000 euros. Claro que luego vinieron unos meses de crisis, me quedé sin trabajo, y el que he encontrado ahora no es muy boyante en compensación económica.
Si viésemos un historial de la cuenta hay momentos en que ha estado en rojo; pero siempre, tarde o temprano se ha puesto al día. Ahora, la tengo en 31 euros al descubierto y una disposición de la tarjeta de crédito de 420 euros. Cada día, dos o tres veces, me llaman por teléfono los servicios centrales del Banco Popular. Mi cuenta está en Banco de Crédito Balear que pertenece al grupo. Cada día, la misma llamada. Incluso hay veces que descuelgo el teléfono y no me habla nadie, por lo que tengo que colgar. Siempre es un número oculto, “Buenos días, o tardes o noches… Le llamo de los servicios centrales del Banco Popular…” “… decirle que tiene un saldo descubierto de 31 euros, ¿Lo sabe usted?...”. Claro que lo sé… Y mejor que ellos puesto que es MI DINERO. Además me cobran intereses de demora y gastos de gestión de cobro –las llamadas, claro- Con lo cual los 31 euros se convertirán en los próximos días en cerca de cuarenta… Y siguen contando.
Lo de la tarjeta me preocupa porque ya es directamente la directora de la sucursal la que se dedica a recordármelo. Como sabe que trabajo en el pueblo y sabe donde. Aún estando retirado el lugar de la oficina del banco, intenta darme al encuentro comprando el periódico en la tienda que hay enfrente de mi trabajo, o el pan en la panadería de al lado. Cualquier cosa es buena para saludarme, no sin recordar lo que debo en el banco. SOY UN POBRE DESGRACIADO que es perseguido por una entidad bancaria a la que le debo 450 euros, y que, tarde o temprano, pagaré, no solo porque me considero una persona honrada, sino por el acoso y derribo al que estoy siendo sometido.
Los bancos manejan dinero ajeno, EL NUESTRO, el de cada uno de sus pequeños o grandes clientes, que para ellos, para su contabilidad es PASIVO. Y no obstante han olvidado tanto esto que es consideran nuestros acreedores.
Una vez en un documental de TV3 donde preguntaban a extranjeros que les extrañaba más de este país, uno de ellos, Sueco, comentó algo que llevo yo pensando desde hace tiempo. Lo que más le extrañaba era el trato que recibía de los bancos. Por lo visto en su país el que una persona confíe en una entidad bancaria para depositar sus dineros es algo que valora extremadamente la compañía. Aquí, nos tratan como si fuésemos a la cola del INEM, o a la de Hacienda cuando tenemos que pagar y, aún así, perdemos toda la mañana. Además, si en aquel país decides dar de baja una cuenta el banco intenta que no te vayas –que es lo que corresponde, puesto que tú eres el cliente-. Aquí no. Aquí reclamas cualquier pamplina de gasto que te hayan cobrado y se te ocurre decir que si no te quitan tal o cual comisión darás de baja la cuenta, y el banquero de turno se limita, sin hablarnos, a ofrecernos la solicitud de baja. SIN MÁS.
¿Porqué ocurre semejante despropósito? He reflexionado mucho al respecto. Puesto que a todo ello, un día, a las siete y media de la mañana, mientras tomas el café en el bar de siempre, y comienzas a leer el periódico, te sorprende y te hunde parte de tu futuro el siguiente titular: “VICENTE GRANDE HA SOLICITADO LA SUSPENSIÓN DE PAGO PERSONAL Y EMPRESARIAL”. ¡ANDA!. Y cuando lees más abajo el desarrollo de la noticia te enteras que debe más de 600 –SEISCIENTOS- millones –MILLONES- de euros –DE EUROS- , no de pesetas, porque si trasladamos el importe a lo que nuestra mente aún entiende son cien mil –CIEN MIL- millones –MILLONES- de pesetas –PESETAS-. Es decir la mitad de lo que costó el AVE de Madrid-Sevilla. O casi lo que costó las olimpiadas. Un solo empresario.
Necesitas todo un día para digerir esto. Vives el día como puedes, sin coche, porque está en el taller. Trabajas por siete euros la hora. Intentas olvidar el tema, porque en principio no parece que te influya demasiado. Vuelves a casa, compras un kilo de tomates para comer una ensalada –buenísima por cierto-, y unas hamburguesas caseras. Y lavas los platos, y friegas el suelo y te tumbas en el sofá. No sales porque las cuentas no te saldrían demasiado bien a fin de mes, y porque no tienes dinero para hacerlo. Y vuelves a recibir las llamadas del Banco Popular exigiéndote el pago de 31 euros de descubierto. Y para colmo cuando ves el correo tienes otra carta del banco diciendo que has de poner al día la tarjeta de crédito, que por cierto, teniendo un límite de 900 euros, el banco te la ha cancelado temporalmente hasta que liquides los dichosos 420 euros. En fin una vida normal y común como la del resto de la clase media española.
Supongo que al mismo tiempo que yo friego mi casa y mis platos la criada de Grande, el de la suspensión de pagos, les ha hecho la comida y está ahora metiendo los platos en el mega-fashion-lavavajillas. Parece demagogia, y lo es. La misma que utilizan ellos con nosotros. ¡EMPATADOS!
Al día siguiente, vuelvo al café, temprano, y en el periódico continúa el espectáculo. De los seiscientos millones de euros que declara deber ese señor, cuatrocientos son a entidades bancarias. ¿Cuántas veces le llamarán a su casa para reclamarle las deudas? Debe de haber todo un departamento pendiente a todos sus números de teléfonos, que no han de ser pocos.
De esa cantidad de millones, 110 se los debe a Sa Nostra. Una Caja de Ahorros. Una entidad que es pública, de todos nosotros. ¿Cómo puede ser que una entidad se niegue a darme a mí 1500 euros que le pido, y otra, pública, haya llegado a esa situación con ese señor?
Porque queridos lectores, si le aceptan la suspensión de pagos, pasan varias cosas:
1.- Los intereses de demora se congelan y no siguen subiendo el importe del capital. –A ver si a algunos de nosotros nos dejan siquiera interponer la posibilidad de declararnos en suspensión de pagos, aunque creo que yo lo intentaré-,
2.- Se nombran unos auditores, o interventores que cobrarán un dineral para ver si está todo en orden. –Ya sabemos que no lo está, POR DIOS. Todo esto es pura corrupción. POR DIOS. Es imposible que alguien llegue a esa situación si va con buenas maneras. POR DIOS.-
3.- Como es tanta la cantidad de la que estamos hablando, a ningún banco le interesa airear los filtros inexistentes y obviamente amiguistas por los que este individuo a logrado endeudarse de esta manera.
4.- Debida a la anterior apreciación, es evidente, que:
4.1. Vicente Grande, se irá por la puerta GRANDE de la economía balear, por haber toreado perfectamente a tantísimo sinvergüenza.
4.2. A mí me seguirán llamando cada día par reponer los 31 euros, y tal vez la tarjeta de crédito no me sirva nunca más aunque cancele la deuda.
4.3. Seguiré comiendo mi estupenda comida –es el único consuelo que me queda de todo esto, ya que él jamás la probará-. Seguiré lavando mis platos y fregando el suelo de la cocina.
De todas maneras, debemos de tener conciencia de que algo ha de cambiar en nuestra estructura bancaria donde alguien es capaz de usar el dinero de esa manera. Dinero que los bancos prestan. Dinero que depositamos todos en nuestras delgadas y frágiles cuentas corrientes. El pueblo, nosotros, los ímbeciles, los manejables, hemos demostrado a lo largo de la historia que cuando nos cansamos, nos sentimos ultrajados una y otra vez, juegan con la información, nos insultan desde las grandes empresas, las corporaciones y las administraciones. Nosotros, también tenemos un límite de “soportación”, y cuando ese límite se cruza, somos impredecibles, porque ya no somos manejables, porque ya no somos colectivo, sino individuos que conjuntamente y sin dejar de ser uno unido a otro y otro a los demás, conforman la protesta que a veces origina una revolución.
Tener cuidado. Estamos alertas. Y sobre todo estamos hartándonos. El límite está punto de ser cruzado.
jueves, 19 de junio de 2008
martes, 3 de junio de 2008
viernes, 30 de mayo de 2008
PARA MIGUEL EN SU QUINCUAGÉSIMO QUINTO CUMPLEAÑOS.
Proceso de amor al descubierto
sin retorno siquiera en infinito.
¡Qué tiempo duradero más hermoso!
Pues aún desde el cercano horizonte
que lejano casi corresponde,
vislumbro aún la felicidad de tenerte.
Dichoso soy con anhelo desolado,
que pretérito curaste las sombras
para presente olvidarlas
y futuro certero de felicidad,
al instante renovada.
Mirarte es observarme.
Escucharte es oirme
y tocarte es mimarme.
No hay luchas pertinentes
ni discusiones de disparates.
No existe a tu lado insomnes
esquinas de desconsuelo,
o luciérnagas sin alas y apagadas.
Pasearte es un placer derramado
que sella el infortunio cotidiano.
Tu existencia me autoriza
a anunciarme como persona,
y con tu grandeza de individuo,
y el amor que nos envuelve,
convertimos los conceptos
en realidades que se tocan.
Caminaremos pues por el resto,
por lo que queda,
que no es poca cosa.
Y reiremos con sonrisas de seda,
que enlazaremos como traje
de este amor, de esta pasión,
de esta manera de vivir
el trayecto infinito y sin equipaje.
sin retorno siquiera en infinito.
¡Qué tiempo duradero más hermoso!
Pues aún desde el cercano horizonte
que lejano casi corresponde,
vislumbro aún la felicidad de tenerte.
Dichoso soy con anhelo desolado,
que pretérito curaste las sombras
para presente olvidarlas
y futuro certero de felicidad,
al instante renovada.
Mirarte es observarme.
Escucharte es oirme
y tocarte es mimarme.
No hay luchas pertinentes
ni discusiones de disparates.
No existe a tu lado insomnes
esquinas de desconsuelo,
o luciérnagas sin alas y apagadas.
Pasearte es un placer derramado
que sella el infortunio cotidiano.
Tu existencia me autoriza
a anunciarme como persona,
y con tu grandeza de individuo,
y el amor que nos envuelve,
convertimos los conceptos
en realidades que se tocan.
Caminaremos pues por el resto,
por lo que queda,
que no es poca cosa.
Y reiremos con sonrisas de seda,
que enlazaremos como traje
de este amor, de esta pasión,
de esta manera de vivir
el trayecto infinito y sin equipaje.
sábado, 9 de febrero de 2008
CAPITULO II (Yo y mis coches)
Cuando yo iba a la universidad, allá por los años 80 del siglo pasado, lo hacía andando, en autobús, y las menos de paquete en una mobilete de algún compañero con posibles. Los únicos coches, que tampoco eran muchos, pertenecían al cuerpo docente. Ahora eso ha cambiado. Los alumnos tienen unos coches de 16 válvulas, rojos o negros, con ruedas de perfil bajo, tubos de escape de acero inoxidable, verdaderas máquinas; y son los profesores los que van en bus, en bicicleta y los más osados en moto.
Yo estudié empresariales, comencé a trabajar, y luego, al cabo de un par de años me matriculé en la Facultad de Filosofía y Letras –nombre precioso, por cierto- para comenzar los estudios de Historia General. Superaba a mis compañeros en cinco o seis años y ya me consideraron desde el principio el abuelo de la clase –sólo tenía entonces veinticuatro añitos-. Estaba ya en segundo de carrera, cuando un día, a la hora de comer, que acababa yo de llegar del trabajo, mi padre me puso encima de la mesa una llave plateada, superfina y endeble y me dijo:
- Juanito. Aquí tienes la llave de un coche que te he comprado esta mañana.
Me quedé estupefacto porque mis padres nunca han sido muy bondadosos a la hora de soltar dinero a diestro y siniestro; más bien han pertenecido siempre a lo que se llama vulgarmente “la cofradía del puño”.
- Era de un compañero que me lo ha vendido muy barato. Sólo me ha costado quince mil pesetas. No se como estará de motor pero al menos anda. Pruébalo a ver si te sirve, y sino, lo venderemos como chatarra y le sacaremos seguro más dinero.
Ya decía yo. En algún lugar estaba el truco. Así que, terminé de comer y bajé a ver semejante máquina. Si arrancaba y lograba rodar me lo llevaría esa misma tarde a clase. Era un Diane 6, color azul –no se muy bien el tono. ¡Hay tantos azules!, aunque creo que podría definirse como “azul gimiente” por el aspecto desgarbado y cansado que tenía-. Introduje la llave en la puerta, giré, y se abrió; más bien se descolgó hacia fuera sin necesidad de tocarla. “Apertura automática” –pensé. Los asientos de un color blanquecino y de un material por el que debía ser felicitado el químico que aisló semejante textura. Me senté, me estiré para cerrar la puerta que lo hizo con la valentía suficiente como para zarandear todo el vehículo de un lado a otro y me quedé un instante viendo lo que me rodeaba. El volante, grande, como tocaba. El cambio de marcha era una palanca situada en medio del salpicadero. “A ver, girando a la izquierda y hacia delante la primera, hacia atrás la segunda, empujando y girando a la derecha la tercera y hacia atrás la cuarta”. “¿Y la marcha atrás”. “¡Ah, sí! Girando mucho más a la izquierda y hacia delante”. Todo controlado… “¿Y el freno de mano?”. “¿Dónde está”. El asiento delantero era corrido de puerta a puerta, igual que el de atrás. Miré por todos sitios y no lo encontré. Al final recordé que esos coches lo tenían pegado al lado izquierdo del vehículo delante de la puerta. Así era. Una especie de gatillo grande que había que apretar para desbloquearlo, como si fuese una pistola de silicona. Coloqué el espejo retrovisor interior, bajé la ventanilla con una manivela que temía se me quedase en la mano y ajusté también el retrovisor exterior, una especie de tubo de hierro pegado a la carrocería unido mediante bola de acero a un espejo plateado de desproporcionado tamaño para lo poco que mostraba.
Lo puse en marcha. El sonido era tan suave que me hacia dudar si tendría la suficiente fuerza para moverse por sí mismo sin necesidad de ningún otro empuje extra. Apreté el embrague hacia el fondo, coloqué la palanca de cambios en la posición de la primera, y pisé sobre el acelerador sin que el motor me demostrase excesivo entusiasmo. Intenté salir del aparcamiento haciendo las mínimas maniobras posibles dado que carecía, como casi todos los coches de la época, de dirección asistida. Cuando giraba el volante se podía escuchar cómo las ruedas gemían en su deslizamiento por el asfalto. A la derecha, hacia delante, freno, a la izquierda hacia atrás, freno. Otra vez a la derecha, hacia delante, freno, y otra vez a la izquierda hacia atrás y freno. ¡Agotador! Por fin logré salir y encaminarme a la facultad. Sería el único alumno con coche. El traqueteo de los pocos caballos de que disponía el vehículo y su extraña suspensión me transportaba al tiempo de las calesas. Cada vez que frenaba las ruedas quedaban atrás y todo el habitáculo seguía su inercia de movimiento en un vaivén pendular de adelante hacia atrás como si de una atracción de feria se tratase; me encantaba, por cierto.
Cuando llegué y lo aparqué me percaté de que el capó que debería de tapar completamente el motor no sólo no cerraba bien sino que dejaba ver las entrañas del vehículo. No lo había visto antes. Para intentar mantenerlo más o menos en su sitio, una cadena entre el guardabarros y él con un enorme candado lo obligaban a permanecer cerrado. Claro, que si sólo había una llave... ¿Dónde estaba la del candado?
La cuestión fue que sólo pude hacer dos viajes a la facultad. En el primero, a la vuelta a casa, mientras llevaba a unos compañeros que ejercían su peso natural sobre la endeble carrocería del citröen aplastándola con gracia desmedida, al subir la cuesta de La Catedral, se descolgó el tubo de escape. Y el dulce sonido de un motor débil pero con brío se convirtió en el ensordecedor rugido de un fórmula uno en plena competición, eso sí, con velocidad incoherente. Para colmo en la cola, al rozar el metal con el suelo unas chispas aderezaban el espectáculo, ante la mirada inoportuna de un Policía Local que en aquel momento, nunca antes y nunca después, intentaba, sin conseguirlo, como siempre, regular el escaso tráfico.
- ¡Pare! ¡Pare! –rugía con su garganta descompuesta.
Aún si haberle escuchado era evidente que el próximo gesto mío iba a ser una parada repentina de urgencia súbita. Mis compañeros se mofaban de la escena, y no eran pocos pues habíamos decidido que subirían al coche tantos como pudiese aguantar el león –que así llamábamos al vehículo, y que ahora hacía honores no sólo por su valentía sino por el gutural rugido al que nos estaba siendo sometido-.
Aquel día cada uno tuvo que volver a su casa de su manera habitual y yo envié el coche a arreglar. Cuando estuvo, durante una semana más sirvió perfectamente al cometido para el que se fabricó en su día –hacía ya bastantes años-. Y justo cuando decidimos por unanimidad en una votación de la clase, que lo pintaríamos como mascota del segundo curso de Historia, en la misma cuesta donde se le descolgó el tubo de escape, y con el mismo público interior, se le descolgó el motor y tuvo que pasar a mejor vida. El coche ha muerto, dijo alguién. ¡Viva el Coche! Contestamos todos.
Yo estudié empresariales, comencé a trabajar, y luego, al cabo de un par de años me matriculé en la Facultad de Filosofía y Letras –nombre precioso, por cierto- para comenzar los estudios de Historia General. Superaba a mis compañeros en cinco o seis años y ya me consideraron desde el principio el abuelo de la clase –sólo tenía entonces veinticuatro añitos-. Estaba ya en segundo de carrera, cuando un día, a la hora de comer, que acababa yo de llegar del trabajo, mi padre me puso encima de la mesa una llave plateada, superfina y endeble y me dijo:
- Juanito. Aquí tienes la llave de un coche que te he comprado esta mañana.
Me quedé estupefacto porque mis padres nunca han sido muy bondadosos a la hora de soltar dinero a diestro y siniestro; más bien han pertenecido siempre a lo que se llama vulgarmente “la cofradía del puño”.
- Era de un compañero que me lo ha vendido muy barato. Sólo me ha costado quince mil pesetas. No se como estará de motor pero al menos anda. Pruébalo a ver si te sirve, y sino, lo venderemos como chatarra y le sacaremos seguro más dinero.
Ya decía yo. En algún lugar estaba el truco. Así que, terminé de comer y bajé a ver semejante máquina. Si arrancaba y lograba rodar me lo llevaría esa misma tarde a clase. Era un Diane 6, color azul –no se muy bien el tono. ¡Hay tantos azules!, aunque creo que podría definirse como “azul gimiente” por el aspecto desgarbado y cansado que tenía-. Introduje la llave en la puerta, giré, y se abrió; más bien se descolgó hacia fuera sin necesidad de tocarla. “Apertura automática” –pensé. Los asientos de un color blanquecino y de un material por el que debía ser felicitado el químico que aisló semejante textura. Me senté, me estiré para cerrar la puerta que lo hizo con la valentía suficiente como para zarandear todo el vehículo de un lado a otro y me quedé un instante viendo lo que me rodeaba. El volante, grande, como tocaba. El cambio de marcha era una palanca situada en medio del salpicadero. “A ver, girando a la izquierda y hacia delante la primera, hacia atrás la segunda, empujando y girando a la derecha la tercera y hacia atrás la cuarta”. “¿Y la marcha atrás”. “¡Ah, sí! Girando mucho más a la izquierda y hacia delante”. Todo controlado… “¿Y el freno de mano?”. “¿Dónde está”. El asiento delantero era corrido de puerta a puerta, igual que el de atrás. Miré por todos sitios y no lo encontré. Al final recordé que esos coches lo tenían pegado al lado izquierdo del vehículo delante de la puerta. Así era. Una especie de gatillo grande que había que apretar para desbloquearlo, como si fuese una pistola de silicona. Coloqué el espejo retrovisor interior, bajé la ventanilla con una manivela que temía se me quedase en la mano y ajusté también el retrovisor exterior, una especie de tubo de hierro pegado a la carrocería unido mediante bola de acero a un espejo plateado de desproporcionado tamaño para lo poco que mostraba.
Lo puse en marcha. El sonido era tan suave que me hacia dudar si tendría la suficiente fuerza para moverse por sí mismo sin necesidad de ningún otro empuje extra. Apreté el embrague hacia el fondo, coloqué la palanca de cambios en la posición de la primera, y pisé sobre el acelerador sin que el motor me demostrase excesivo entusiasmo. Intenté salir del aparcamiento haciendo las mínimas maniobras posibles dado que carecía, como casi todos los coches de la época, de dirección asistida. Cuando giraba el volante se podía escuchar cómo las ruedas gemían en su deslizamiento por el asfalto. A la derecha, hacia delante, freno, a la izquierda hacia atrás, freno. Otra vez a la derecha, hacia delante, freno, y otra vez a la izquierda hacia atrás y freno. ¡Agotador! Por fin logré salir y encaminarme a la facultad. Sería el único alumno con coche. El traqueteo de los pocos caballos de que disponía el vehículo y su extraña suspensión me transportaba al tiempo de las calesas. Cada vez que frenaba las ruedas quedaban atrás y todo el habitáculo seguía su inercia de movimiento en un vaivén pendular de adelante hacia atrás como si de una atracción de feria se tratase; me encantaba, por cierto.
Cuando llegué y lo aparqué me percaté de que el capó que debería de tapar completamente el motor no sólo no cerraba bien sino que dejaba ver las entrañas del vehículo. No lo había visto antes. Para intentar mantenerlo más o menos en su sitio, una cadena entre el guardabarros y él con un enorme candado lo obligaban a permanecer cerrado. Claro, que si sólo había una llave... ¿Dónde estaba la del candado?
La cuestión fue que sólo pude hacer dos viajes a la facultad. En el primero, a la vuelta a casa, mientras llevaba a unos compañeros que ejercían su peso natural sobre la endeble carrocería del citröen aplastándola con gracia desmedida, al subir la cuesta de La Catedral, se descolgó el tubo de escape. Y el dulce sonido de un motor débil pero con brío se convirtió en el ensordecedor rugido de un fórmula uno en plena competición, eso sí, con velocidad incoherente. Para colmo en la cola, al rozar el metal con el suelo unas chispas aderezaban el espectáculo, ante la mirada inoportuna de un Policía Local que en aquel momento, nunca antes y nunca después, intentaba, sin conseguirlo, como siempre, regular el escaso tráfico.
- ¡Pare! ¡Pare! –rugía con su garganta descompuesta.
Aún si haberle escuchado era evidente que el próximo gesto mío iba a ser una parada repentina de urgencia súbita. Mis compañeros se mofaban de la escena, y no eran pocos pues habíamos decidido que subirían al coche tantos como pudiese aguantar el león –que así llamábamos al vehículo, y que ahora hacía honores no sólo por su valentía sino por el gutural rugido al que nos estaba siendo sometido-.
Aquel día cada uno tuvo que volver a su casa de su manera habitual y yo envié el coche a arreglar. Cuando estuvo, durante una semana más sirvió perfectamente al cometido para el que se fabricó en su día –hacía ya bastantes años-. Y justo cuando decidimos por unanimidad en una votación de la clase, que lo pintaríamos como mascota del segundo curso de Historia, en la misma cuesta donde se le descolgó el tubo de escape, y con el mismo público interior, se le descolgó el motor y tuvo que pasar a mejor vida. El coche ha muerto, dijo alguién. ¡Viva el Coche! Contestamos todos.
viernes, 1 de febrero de 2008
YO Y MIS COCHES
Capítulo I
El primer coche que tuvo m padre fue un SIMCA 900, ya ven ni siquiera podía hacer el amor en él porque le faltaban 100 centímetro cúbicos. Era de color blanco “hueso” que es el que le gustaba a mi madre. Al fin y al cabo son las mujeres las que eligen finalmente el coche de la familia, aunque ellas no conduzcan y siempre digan que no entienden nada de nada al respecto. Todo empieza así:
- Cariño, creo que necesitamos un coche. –Le dice el marido de manera discreta cuando la ocasión sea la más factible.
- Bueno. –Le contesta ella, como dejando claro que le da exactamente igual.
Él ya ha estado en varios concesionarios y lleva mirando catálogos más de un mes. Sueña con caballos de potencia, colores deportivos y velocidad. Ilusionadamente le va mostrando a ella todas las opciones, todas sus fantasías. Y lo que empezaba siendo un semideportivo de color rojo, ruedas con llantas espectaculares y más caballos que la diligencia de John Ford, termina siendo un monovolumen de color gris, diésel y con menos caballos que el carro de Moisés.
Pues eso, blanco “hueso”, para mí, blanco “sucio”. Tenía formas totalmente cuadradas, antiestéticas y antidinámicas. Estrecho, con motor trasero, sillones de escai color crema pastelera; o mejor, color natillas, incluida la canela. Y aún así nos encantó cuando lo vimos por primera vez. Era todo un sueño tener un coche, fuese cual fuese. Dejaríamos de ir al pueblo en autobuses conectados en Sevilla, luego en Mérida, después Trujillo, y finalmente un trasto con cuatro ruedas nos llevaría a Las Huertas. Vivíamos en Cádiz y era todo un suplicio ir a visitar a los abuelos; o al menos eso creíamos entonces.
Llegó el primer verano, las primeras vacaciones con coche. Agosto, cinco de la madrugada –a mi madre siempre le ha gustado madrugar para viajar, o no dormir que es lo mismo-. Mi padre, mi madre, mi hermana, mi hermano, mi abuelo y yo. Todos acumulados en el SIMCA. Las maletas en el pequeño maletero delantero, en la baca, entre las piernas de mi abuelo y encima de mí. Mi hermana aguantaba a mi hermano de ocho años encima de ella. Era una especie de minimudanza. ¿Listos? Preguntaba mi padre. Nosotros casi sin poder respirar, magullábamos tímidamente un: “espera que Juanito –yo- está aún entrando”. Mi madre, sentada evidentemente de copiloto, también llevaba entre las piernas toda la comida dispuesta para el largo camino. Bocadillos de panceta frita, merenderas con huevos duros, tortillas de patatas, pan, agua, vino, refrescos, y algún que otro guiso a medio hacer para terminarlo de cocinar al llegar.¡Qué barbaridad!
Motor en marcha, arranque y a recorrer cuatrocientos cincuenta kilómetros por la Ruta de la Plata. Antes llegar a Sevilla. El horno de España. El día, fuese cual fuese el año, se mantenía siempre en la misma temperatura: rondando los cuarenta grados a la sombra. Mi hermano nos lo turnábamos detrás para evitar trombos en las piernas y ahogos innecesarios para la edad que teníamos. Las ventanillas abiertas de par en par. El aire caliente que al penetrar en nuestros alvéolos los calentaba innecesariamente. Sudor, ahogo, pero en coche.
Los kilómetros pasaban uno tras otro, lentamente, grabados sobre mojones de las antiguas mestas extremeñas. Baches, curvas, más baches, y más curvas. Cuestas. La de La Media Fanega, la más empinada. Allí debía demostrarse la eficacia de los ingenieros de Barreiros. Esos escasos caballos cargados arremetían la subida con un ronroneo digno de ser grabado para la posteridad. Poco a poco, despacito. Una curva a la derecha con la señal de no circular a más de veinte. ¡Qué tontería! Como si pudiésemos rozar siquiera esa velocidad. Creo que a veces íbamos más despacio que un burro obstinado en no subir. Ya termina, ya parece que empieza la cuesta abajo. Se siente un gorgoteo. Será el agua del radiador cociendo como si quisiese convertir el vehículo en una locomotora a vapor. Poco a poco. Mi padre casi empujaba el acelerador. Las ruedas se notaban aplastadas contra el hirviente asfalto. Plas, plas, plas. Y al fin llegamos. Ahora, cuesta abajo. El vehículo cansado, agotado, quería jolgorio, necesitaba liberar el cansancio y se lanzaba en una vorágine de triunfo, y se negaba a frenar. Nos balanceábamos de un lado hacia otro y mi hermano parecía un muñeco de tómbola que nos golpeaba ya con sus huesos bien formados produciéndonos verdaderas marcas en nuestras sudorosas y más que templadas carnes.
Después de semejante suplicio tocaba parar a un lado para comer. Cuando salíamos nuestras piernas tenían tan grabadas en sus músculos la postura que el cerebro se tomaba demasiado tiempo para informarlas de que ya no estábamos dentro. Lentamente estirábamos nuestros cuerpos con el único fin último de enderezarlos. Una calor sofocante. Chicharras que jamás se cansan las criaturas de buscar pareja, si es lo que hacen, que no lo tengo claro. Pînos, rocas, tierra y sol. Lo mejor para comer. Desmontar la baca para bajar la mesa de playa. Llenarla de comida. Torreznos, pan, y todo lo demás. Y mientras intentamos masticar los apelmazados a recalentados bocados, bichos voladores de todo tipo nos rodean preparados para un ataque final de batalla perdida Con la sangre tan caliente miles de mosquitos alertados por algún desalmado aterrizan sobre nuestros brazos, cuellos, piernas y demás lugares donde la piel asoma con ansia para recoger el aire que le falta. Y a recolocarnos en el SIMCA otra vez. Algo difícil volver a retomar la posición. Ahora, visto desde fuera, parece imposible que todo lo que hay fuera alguna vez fuese dentro.
Enlatados enfilábamos los últimos doscientos cincuenta kilómetros. Después de comer, somnolencia, más calor, y más mal cuerpo. Mi madre hablaba y hablaba sin parar para intentar que mi padre no cerrase los ojos, porque dormir dormía, eso era inevitable; aunque lo hiciese despierto. Mi hermana se ponía pálida y cuando estaba a punto de desfallecer, vomitaba por la ventana y parábamos un ratito más para que ella pudiese recuperar de alguna manera el poco color que le quedaba. En el horizonte, llanuras secas y campos amarillentos que alguna vez, quien sabe cuando, pudieron ser verdes. Rectas largas con firme descompuesto por el calor descomponían los amortiguadores una y otra vez, una y otra vez.
Ya estamos en Almendralejo; ahora viene el desvío hacia Mérida por la Nacional V, la que lleva de Madrid a Lisboa. Un pueblo largo, casi un espejismo en la tierra yerma y caliente de un día en el que el sol hace conciencia de su existencia. Son las cuatro de la tres de la tarde, casi doce horas desde que salimos. No importa ya nada. Ni el calor, ni el cansancio, ni el sudor, ni los vómitos, ni el aire, ni el ruido. Estamos en trance. Hemos entrado en el mundo de la irrealidad. Todo parece un sueño y la languidez se ha adueñado de la parte trasera del coche. Incluso él mismo parece de plastilina. Bastantes horas después llegamos a Mérida. Luego a Trujillo, y cuando el sol comienza a apiadarse de nosotros llegamos a nuestro pueblo. A Las Huertas. Ya está, el coche ha cumplido su función. Nos ha arrastrado hasta allí sintiendo a cada instante el dolor del camino. Lo ha logrado y se merece un descanso. Nosotros nos bajamos como podemos, uno tras otro, o tal vez otro tras uno, no lo se.
Aún el suplicio que pasábamos en aquellos tremendos viajes, los recuerdo con cierta melancolía. Ahora todo es mucho más rápido. Ya no hay carreteras estrechas sino autovías. La Cuesta de la Media Fanega casi ha desaparecido. No se puede parar ya en el arcén para comer porque no existe la posibilidad de hacerlo. Tenemos aire acondicionado que nos refresca o incluso nos enfría en pleno verano. Ya el viaje no es una aventura.
El SIMCA 900 nos duró bastante, y en él aprendí a conducir a manos de mi padre en un descampado –cuando los había- cerca del mar. Supongo que parte de aquel color blanco “hueso” fue a parar a algún otro coche por el milagro del reciclaje, tal vez, o eso quiero creer, forma parte del que ahora uso y me haya reconocido recordando viejos tiempos y acompañándome en estos viajes diarios de mi casa al trabajo.
El primer coche que tuvo m padre fue un SIMCA 900, ya ven ni siquiera podía hacer el amor en él porque le faltaban 100 centímetro cúbicos. Era de color blanco “hueso” que es el que le gustaba a mi madre. Al fin y al cabo son las mujeres las que eligen finalmente el coche de la familia, aunque ellas no conduzcan y siempre digan que no entienden nada de nada al respecto. Todo empieza así:
- Cariño, creo que necesitamos un coche. –Le dice el marido de manera discreta cuando la ocasión sea la más factible.
- Bueno. –Le contesta ella, como dejando claro que le da exactamente igual.
Él ya ha estado en varios concesionarios y lleva mirando catálogos más de un mes. Sueña con caballos de potencia, colores deportivos y velocidad. Ilusionadamente le va mostrando a ella todas las opciones, todas sus fantasías. Y lo que empezaba siendo un semideportivo de color rojo, ruedas con llantas espectaculares y más caballos que la diligencia de John Ford, termina siendo un monovolumen de color gris, diésel y con menos caballos que el carro de Moisés.
Pues eso, blanco “hueso”, para mí, blanco “sucio”. Tenía formas totalmente cuadradas, antiestéticas y antidinámicas. Estrecho, con motor trasero, sillones de escai color crema pastelera; o mejor, color natillas, incluida la canela. Y aún así nos encantó cuando lo vimos por primera vez. Era todo un sueño tener un coche, fuese cual fuese. Dejaríamos de ir al pueblo en autobuses conectados en Sevilla, luego en Mérida, después Trujillo, y finalmente un trasto con cuatro ruedas nos llevaría a Las Huertas. Vivíamos en Cádiz y era todo un suplicio ir a visitar a los abuelos; o al menos eso creíamos entonces.
Llegó el primer verano, las primeras vacaciones con coche. Agosto, cinco de la madrugada –a mi madre siempre le ha gustado madrugar para viajar, o no dormir que es lo mismo-. Mi padre, mi madre, mi hermana, mi hermano, mi abuelo y yo. Todos acumulados en el SIMCA. Las maletas en el pequeño maletero delantero, en la baca, entre las piernas de mi abuelo y encima de mí. Mi hermana aguantaba a mi hermano de ocho años encima de ella. Era una especie de minimudanza. ¿Listos? Preguntaba mi padre. Nosotros casi sin poder respirar, magullábamos tímidamente un: “espera que Juanito –yo- está aún entrando”. Mi madre, sentada evidentemente de copiloto, también llevaba entre las piernas toda la comida dispuesta para el largo camino. Bocadillos de panceta frita, merenderas con huevos duros, tortillas de patatas, pan, agua, vino, refrescos, y algún que otro guiso a medio hacer para terminarlo de cocinar al llegar.¡Qué barbaridad!
Motor en marcha, arranque y a recorrer cuatrocientos cincuenta kilómetros por la Ruta de la Plata. Antes llegar a Sevilla. El horno de España. El día, fuese cual fuese el año, se mantenía siempre en la misma temperatura: rondando los cuarenta grados a la sombra. Mi hermano nos lo turnábamos detrás para evitar trombos en las piernas y ahogos innecesarios para la edad que teníamos. Las ventanillas abiertas de par en par. El aire caliente que al penetrar en nuestros alvéolos los calentaba innecesariamente. Sudor, ahogo, pero en coche.
Los kilómetros pasaban uno tras otro, lentamente, grabados sobre mojones de las antiguas mestas extremeñas. Baches, curvas, más baches, y más curvas. Cuestas. La de La Media Fanega, la más empinada. Allí debía demostrarse la eficacia de los ingenieros de Barreiros. Esos escasos caballos cargados arremetían la subida con un ronroneo digno de ser grabado para la posteridad. Poco a poco, despacito. Una curva a la derecha con la señal de no circular a más de veinte. ¡Qué tontería! Como si pudiésemos rozar siquiera esa velocidad. Creo que a veces íbamos más despacio que un burro obstinado en no subir. Ya termina, ya parece que empieza la cuesta abajo. Se siente un gorgoteo. Será el agua del radiador cociendo como si quisiese convertir el vehículo en una locomotora a vapor. Poco a poco. Mi padre casi empujaba el acelerador. Las ruedas se notaban aplastadas contra el hirviente asfalto. Plas, plas, plas. Y al fin llegamos. Ahora, cuesta abajo. El vehículo cansado, agotado, quería jolgorio, necesitaba liberar el cansancio y se lanzaba en una vorágine de triunfo, y se negaba a frenar. Nos balanceábamos de un lado hacia otro y mi hermano parecía un muñeco de tómbola que nos golpeaba ya con sus huesos bien formados produciéndonos verdaderas marcas en nuestras sudorosas y más que templadas carnes.
Después de semejante suplicio tocaba parar a un lado para comer. Cuando salíamos nuestras piernas tenían tan grabadas en sus músculos la postura que el cerebro se tomaba demasiado tiempo para informarlas de que ya no estábamos dentro. Lentamente estirábamos nuestros cuerpos con el único fin último de enderezarlos. Una calor sofocante. Chicharras que jamás se cansan las criaturas de buscar pareja, si es lo que hacen, que no lo tengo claro. Pînos, rocas, tierra y sol. Lo mejor para comer. Desmontar la baca para bajar la mesa de playa. Llenarla de comida. Torreznos, pan, y todo lo demás. Y mientras intentamos masticar los apelmazados a recalentados bocados, bichos voladores de todo tipo nos rodean preparados para un ataque final de batalla perdida Con la sangre tan caliente miles de mosquitos alertados por algún desalmado aterrizan sobre nuestros brazos, cuellos, piernas y demás lugares donde la piel asoma con ansia para recoger el aire que le falta. Y a recolocarnos en el SIMCA otra vez. Algo difícil volver a retomar la posición. Ahora, visto desde fuera, parece imposible que todo lo que hay fuera alguna vez fuese dentro.
Enlatados enfilábamos los últimos doscientos cincuenta kilómetros. Después de comer, somnolencia, más calor, y más mal cuerpo. Mi madre hablaba y hablaba sin parar para intentar que mi padre no cerrase los ojos, porque dormir dormía, eso era inevitable; aunque lo hiciese despierto. Mi hermana se ponía pálida y cuando estaba a punto de desfallecer, vomitaba por la ventana y parábamos un ratito más para que ella pudiese recuperar de alguna manera el poco color que le quedaba. En el horizonte, llanuras secas y campos amarillentos que alguna vez, quien sabe cuando, pudieron ser verdes. Rectas largas con firme descompuesto por el calor descomponían los amortiguadores una y otra vez, una y otra vez.
Ya estamos en Almendralejo; ahora viene el desvío hacia Mérida por la Nacional V, la que lleva de Madrid a Lisboa. Un pueblo largo, casi un espejismo en la tierra yerma y caliente de un día en el que el sol hace conciencia de su existencia. Son las cuatro de la tres de la tarde, casi doce horas desde que salimos. No importa ya nada. Ni el calor, ni el cansancio, ni el sudor, ni los vómitos, ni el aire, ni el ruido. Estamos en trance. Hemos entrado en el mundo de la irrealidad. Todo parece un sueño y la languidez se ha adueñado de la parte trasera del coche. Incluso él mismo parece de plastilina. Bastantes horas después llegamos a Mérida. Luego a Trujillo, y cuando el sol comienza a apiadarse de nosotros llegamos a nuestro pueblo. A Las Huertas. Ya está, el coche ha cumplido su función. Nos ha arrastrado hasta allí sintiendo a cada instante el dolor del camino. Lo ha logrado y se merece un descanso. Nosotros nos bajamos como podemos, uno tras otro, o tal vez otro tras uno, no lo se.
Aún el suplicio que pasábamos en aquellos tremendos viajes, los recuerdo con cierta melancolía. Ahora todo es mucho más rápido. Ya no hay carreteras estrechas sino autovías. La Cuesta de la Media Fanega casi ha desaparecido. No se puede parar ya en el arcén para comer porque no existe la posibilidad de hacerlo. Tenemos aire acondicionado que nos refresca o incluso nos enfría en pleno verano. Ya el viaje no es una aventura.
El SIMCA 900 nos duró bastante, y en él aprendí a conducir a manos de mi padre en un descampado –cuando los había- cerca del mar. Supongo que parte de aquel color blanco “hueso” fue a parar a algún otro coche por el milagro del reciclaje, tal vez, o eso quiero creer, forma parte del que ahora uso y me haya reconocido recordando viejos tiempos y acompañándome en estos viajes diarios de mi casa al trabajo.
domingo, 20 de enero de 2008
LA MALA EDUCACIÓN
Hoy, a mediodía, miraba e, increíblemente, escuchaba la televisión. Era el noticiario de las tres de la tarde en Telecinco. La noticia tenía como cabecera el encuentro de Rajoy, Esperanza Aguirre y Gallardón. Miradas frías pero corteses. Asientos separados y un pasillo frío a la izquierda de Ruiz Gallardón, apartado de la élite, cabizbajo pero todavía con el brillo en los ojos del recibimiento caluroso de las bases de su partido que asistieron al acto.
Pero esta reflexión no va de los asuntos internos del Partido Popular, ni mucho menos. ¡Allá ellos! Lo que me incitó a escribir fue el anuncio del líder actual de la oposición: “En la próxima legislatura –si gana, claro-,yo estableceré por Ley la garantía de la enseñanza del Castellano en toda España y en todas las Comunidades Autónomas”. Ya la forma de expresarse dice mucho al respecto de cómo se toman las cosas estos políticos, porque:
1º.- Èl no puede establecer por Ley nada. Nada de nada. Ni aunque ganase. Porque la Ley ha de ser aprobada por Las Cortes Generales, él sólo puede comprometerse con “sus” electores en PROPONER.
2º.- “... en toda España y en todas las Comunidades Autónomas”, dice. Es redundar exclusivamente por pura demagogia para despertar el aplauso fácil. Al decir España, y más él que se vanagloria de llevar como bandera la Unión Patriótica, ya está dicho todo lo demás.
De todas formas no voy a plantear siquiera si estoy o no de acuerdo con él. Eso tampoco me interesa, porque espero, por motivos personales, que no gane. Lo que sí me interesa y sobremanera es el hecho de que la enseñanza se haya convertido en los últimos años en ariete sobre el que todos los candidatos tienen algo que decir y cambiar. Eso me parece horroroso.
Yo estudié primaria. Luego, a los nueve años entré en el Instituto Colmuela, en Cádiz, donde hice mi bachillerato. Primero, segundo, tercero y cuarto. Luego, podíamos elegir entre Ciencias y Letras. Yo escogí Ciencias, aunque no descolgué jamás mi hábito de monje lector y curioso por las humanidades, tanto, que mucho más tarde, después de licenciarme en Empresariales lo hice en Historia General. Después se hacía quinto y sexto. Luego una reválida de sexto para ver si el alumno había llegado a enterarse de lo que se le había enseñado. Y después, aquellos que querían ir a la Universidad estudiaban COU (Curso de Orientación Universitaria), que aún teniendo poco de lo que su nombre indicaba, nos obligaba a tener un año más de crecimiento físico y mental para decidir cual debería ser nuestro futuro profesional. Con sexto terminado ya obtenías el título de Bachiller Superior.
Por entonces la disciplina en los Institutos era férrea. El profesor podía echarte del aula e ir a hablar con el Director por cualquier improperio o mala conducta. Temíamos que nuestros padres se enterasen de que faltábamos a clase o de que no éramos del todo, en comportamiento, buenos alumnos. Eran otros tiempos, a los que no hay que volver, por supuesto. Sin embargo, cierta disciplina es necesaria, y por lo que veo y escucho –tengo dos hermanos maestros- uno de los grandes problemas de la enseñanza actual es la falta de ella. Pero tampoco quiero ahondar en este tema, lo dejaré para otro día.
A lo que iba... Ese sistema educativo se mantuvo el suficiente tiempo como para que generaciones de alumnos no conociesen otro. Incluso cuando llegué a la Universidad me encontré con el mismo método de estudio de bastantes años. Yo, por tanto realicé el Bachillerato. Luego vino el BUP, que lo hizo mi hermana, sólo dos años menor que yo. Y ese sistema se mantuvo hasta mi hermano, once años menor que mi hermana.
No se exactamente en que lugar de los últimos años –diez o quince años atrás-, cuando comenzó esta vorágine de cambios en la enseñanza. Lo primero que se cambió fue la Universidad. Se hizo la Ley de Autonomía Universitaria. Todas las capitales de provincia querían tener su propia Universidad, y así, en Andalucía que es lo que más he conocido, nació la Universidad de Cádiz, la de Huelva, la de Jaen, la de Granada, la de Almeria, la de Málaga, la de Córdoba, como entes independientes unas de otras. Cada una con su Rector y sus Vicerrectores, con su Consejo Social y sus Juntas de Gobierno.
Las carreras que duraban cinco años, pasaron casi todas a durar cuatro, y quedaron algunas que ya antes duraban tres como algo extraño en medio de todos aquellos cambios. Ingienería Técnica, Arquitectura Técnica –aparejadores-, o la Diplomatura en Empresariales –que creo ha desaparecido como algo cotidiano-. Con el cambio comenzaron conceptos como asignaturas troncales, obligatorias.. Créditos.... Ahora los alumnos podían elegir entre un sinfín de materias optativas. Y lo peor, tenían que tener en cuenta los créditos de cada asignatura, porque para licenciarse no basta aprobar las materias sino que entre ellas sumen los suficientes créditos para alcanzar la finalización de los estudios. En fin, los legisladores se estrujaron la cabeza, y mucho. La cuestión es que la base de la educación universitaria cambió para siempre.
Yo no se si tengo razón o no. Lo que si creo que el universitario debe de ser alguien al que le guste estudiar por sí mismo, y analizar, y que ese gusto le dure toda la vida para, incluso una vez terminados los estudios, siga curtiéndose en los mismos por su propia cuenta. No creo que la Universidad esté para que el alumno lo sepa todo cuando salga de ella. Y ese ha de ser, bajo mi punto de visa, el concepto filosófico de la enseñanza superior. Ahora se pretende formar del todo. Y eso es imposible. Ahora terminan la licenciatura, y luego hacen cientos de Másters en España o en el Extranjero, y cursos de verano, y se convierten en alumnos perpetuos que sólo aprenden a escuchar a otros. No piensan por sí mismos. Y sólo les interesan tener más y más diplomas, porque con ellos pueden aspirar a puestos de trabajos mejores. ¿Y luego?
Lo importante de estudiar es aprender aquello que por uno mismo puede resultar engorroso y pérdida de tiempo, por cuanto antes otros ya han llegado a esas conclusiones, a esos descubrimientos o a esos razonamientos. La Universidad ha de ser el lugar donde el individuo aprende a analizar aquello que le interesa desde el punto de vista profesional o personal. Es, en definitiva, el lugar donde uno aprende a dudar de todo y la curiosidad gana terreno en nuestro espíritu para convertirnos en individuos independientes. Teniendo claro en cualquier momento que no es necesario ser universitario para triunfar profesionalmente o individualmente. El triunfo es algo subjetivo lejos de cualquier estereotipo que quieran imponernos desde fuera.
Luego, la enseñanza primaria y secundaria, que es la más importante de todas. Es donde el niño se forma. Y si la universitaria se ha convertido en un galimatías de alumnos y profesores, la primaria y secundaria se ha convertido en el juguete de los políticos para intentar crear individuos a su imagen y semejanza como si de dioses se tratase. Comencemos con el profesorado. Realizan la carrera más fácil de terminar en tiempo y en dificultad de todo el elenco de titulaciones universitarias. Tanto es así, que aquellos estudiantes con cierta dificultad de aprendizaje, bien genético o bien holgazán, terminan estudiando Magisterio. Algo increíble, porque serán los que formen a nuestro futuro. Pero eso también se merece otra reflexión aparte.
Porque de lo que se trata esta vez es de nuestros políticos. Una legislatura dura cuatro años, y cada vez que se celebran elecciones una de las bazas de los programas electorales es el cambio en la enseñanza. Así hemos visto como en los últimos años se han cargado del plan de estudio materias tan importantes para el pensamiento del individuo como la filosofía o el latín. Cómo el tema de la asignatura de religión ha ido y ha venido dependiendo del gobierno de turno. Ahora que si será voluntaria, ahora que depende del colegio, ahora que si creamos una asignatura de la Ciudadanía. Pero aún podemos ir más lejos, porque como las competencias de la enseñanza han ido a parar a las Comunidades Autónomas, y estás también han de legislar, sobre todo para justificar tantísimo gasto en cámaras legislativas, pues tendremos que la Historia es diferente la que se estudia en Andalucía a la que se estudia en Cataluña, que la literatura también, que también, por supuesto, la asignatura de Sociales. Y quien sabe si en algún colegio de este tremendo mapa llamado España, se salten la evolución porque el director piensa que él, precisamente él, no viene del mono sino de una iluminación divina que tuvo su madre al nacer.
¡Por Dios! Nunca peor dicho. Dejemos que un plan, sea el que sea, incluso el peor posible, de el resultado que tenga que dar. Dejemos correr el tiempo para que los alumnos empiecen y terminen ellos y sus hermanos un mismo plan. Sino, lo único que hacemos es crear padres desconcertados y alumnos torpes, como los que tenemos, e incultos. Y si a eso, además, le añadimos la falta de disciplina, el desconcierto de los propios profesores que no saben realmente qué tienen que enseñar, lo que estamos creando sin lugar a dudas es una malísima educación.
Claro, que tal vez es lo que quieran nuestros políticos. Universitarios siempre ocupados con cursos y más cursos prolongando la edad de comenzar a trabajar, ocupando la casa de sus padres hasta bien pasados los treinta, pero al menos sin ser contabilizados como parados, que ya es algo. O niños con poca escuela y mucho entretenimiento extraescolar para permitir que los padres descansen al máximo de ellos y así no se den cuenta de que cada vez realmente saben menos.
Deberíamos mirar en nosotros, los adultos de ahora, los que tenemos entre cuarenta y cincuenta años. Nos hemos educado en un ambiente terrible en lo social, sin libertad alguna; sin embargo, aún así, en la educación que nos daban, tal vez por una mala gestión y despista del régimen, lo cual nos vino bien, aprendimos lo necesario y suficiente para convertimos en lo que somos, que por lo visto, no ha estado nada mal.
Tenemos que enseñar a aprender, sólo eso, que no es poco. Todo lo demás son añadidos inútiles y demagogia política.
Por cierto, ahora me viene a la mente una reflexión que poco o mucho tiene que ver con lo anterior. A ver... Imaginemos un país democrático. Imaginemos que han pasado los suficientes años para que sus políticos hayan legislado todo lo posible por legislar. Imaginemos que el país funciona. Imaginemos que ya no hay para que la cámara de representantes tenga trabajo suficiente porque ya le queda poco o nada por hacer... Bueno, creo que es mucho imaginar. Tal vez, por eso, porque tienen demasiado tiempo libre, que piensan y piensan en como rehacer las cosas una y otra vez para justificar su puesto. En los países modernos debería existir algo que ya tenían los griegos y era el destierro forzoso de aquellos políticos que el pueblo consideraba que no hacían ya ningún bien, sino todo lo contrario, por la comunidad. Lo llamaban ostracismo. Claro que si aquí se hiciese eso tal vez nos quedaríamos con más bien pocos.
Pero esta reflexión no va de los asuntos internos del Partido Popular, ni mucho menos. ¡Allá ellos! Lo que me incitó a escribir fue el anuncio del líder actual de la oposición: “En la próxima legislatura –si gana, claro-,yo estableceré por Ley la garantía de la enseñanza del Castellano en toda España y en todas las Comunidades Autónomas”. Ya la forma de expresarse dice mucho al respecto de cómo se toman las cosas estos políticos, porque:
1º.- Èl no puede establecer por Ley nada. Nada de nada. Ni aunque ganase. Porque la Ley ha de ser aprobada por Las Cortes Generales, él sólo puede comprometerse con “sus” electores en PROPONER.
2º.- “... en toda España y en todas las Comunidades Autónomas”, dice. Es redundar exclusivamente por pura demagogia para despertar el aplauso fácil. Al decir España, y más él que se vanagloria de llevar como bandera la Unión Patriótica, ya está dicho todo lo demás.
De todas formas no voy a plantear siquiera si estoy o no de acuerdo con él. Eso tampoco me interesa, porque espero, por motivos personales, que no gane. Lo que sí me interesa y sobremanera es el hecho de que la enseñanza se haya convertido en los últimos años en ariete sobre el que todos los candidatos tienen algo que decir y cambiar. Eso me parece horroroso.
Yo estudié primaria. Luego, a los nueve años entré en el Instituto Colmuela, en Cádiz, donde hice mi bachillerato. Primero, segundo, tercero y cuarto. Luego, podíamos elegir entre Ciencias y Letras. Yo escogí Ciencias, aunque no descolgué jamás mi hábito de monje lector y curioso por las humanidades, tanto, que mucho más tarde, después de licenciarme en Empresariales lo hice en Historia General. Después se hacía quinto y sexto. Luego una reválida de sexto para ver si el alumno había llegado a enterarse de lo que se le había enseñado. Y después, aquellos que querían ir a la Universidad estudiaban COU (Curso de Orientación Universitaria), que aún teniendo poco de lo que su nombre indicaba, nos obligaba a tener un año más de crecimiento físico y mental para decidir cual debería ser nuestro futuro profesional. Con sexto terminado ya obtenías el título de Bachiller Superior.
Por entonces la disciplina en los Institutos era férrea. El profesor podía echarte del aula e ir a hablar con el Director por cualquier improperio o mala conducta. Temíamos que nuestros padres se enterasen de que faltábamos a clase o de que no éramos del todo, en comportamiento, buenos alumnos. Eran otros tiempos, a los que no hay que volver, por supuesto. Sin embargo, cierta disciplina es necesaria, y por lo que veo y escucho –tengo dos hermanos maestros- uno de los grandes problemas de la enseñanza actual es la falta de ella. Pero tampoco quiero ahondar en este tema, lo dejaré para otro día.
A lo que iba... Ese sistema educativo se mantuvo el suficiente tiempo como para que generaciones de alumnos no conociesen otro. Incluso cuando llegué a la Universidad me encontré con el mismo método de estudio de bastantes años. Yo, por tanto realicé el Bachillerato. Luego vino el BUP, que lo hizo mi hermana, sólo dos años menor que yo. Y ese sistema se mantuvo hasta mi hermano, once años menor que mi hermana.
No se exactamente en que lugar de los últimos años –diez o quince años atrás-, cuando comenzó esta vorágine de cambios en la enseñanza. Lo primero que se cambió fue la Universidad. Se hizo la Ley de Autonomía Universitaria. Todas las capitales de provincia querían tener su propia Universidad, y así, en Andalucía que es lo que más he conocido, nació la Universidad de Cádiz, la de Huelva, la de Jaen, la de Granada, la de Almeria, la de Málaga, la de Córdoba, como entes independientes unas de otras. Cada una con su Rector y sus Vicerrectores, con su Consejo Social y sus Juntas de Gobierno.
Las carreras que duraban cinco años, pasaron casi todas a durar cuatro, y quedaron algunas que ya antes duraban tres como algo extraño en medio de todos aquellos cambios. Ingienería Técnica, Arquitectura Técnica –aparejadores-, o la Diplomatura en Empresariales –que creo ha desaparecido como algo cotidiano-. Con el cambio comenzaron conceptos como asignaturas troncales, obligatorias.. Créditos.... Ahora los alumnos podían elegir entre un sinfín de materias optativas. Y lo peor, tenían que tener en cuenta los créditos de cada asignatura, porque para licenciarse no basta aprobar las materias sino que entre ellas sumen los suficientes créditos para alcanzar la finalización de los estudios. En fin, los legisladores se estrujaron la cabeza, y mucho. La cuestión es que la base de la educación universitaria cambió para siempre.
Yo no se si tengo razón o no. Lo que si creo que el universitario debe de ser alguien al que le guste estudiar por sí mismo, y analizar, y que ese gusto le dure toda la vida para, incluso una vez terminados los estudios, siga curtiéndose en los mismos por su propia cuenta. No creo que la Universidad esté para que el alumno lo sepa todo cuando salga de ella. Y ese ha de ser, bajo mi punto de visa, el concepto filosófico de la enseñanza superior. Ahora se pretende formar del todo. Y eso es imposible. Ahora terminan la licenciatura, y luego hacen cientos de Másters en España o en el Extranjero, y cursos de verano, y se convierten en alumnos perpetuos que sólo aprenden a escuchar a otros. No piensan por sí mismos. Y sólo les interesan tener más y más diplomas, porque con ellos pueden aspirar a puestos de trabajos mejores. ¿Y luego?
Lo importante de estudiar es aprender aquello que por uno mismo puede resultar engorroso y pérdida de tiempo, por cuanto antes otros ya han llegado a esas conclusiones, a esos descubrimientos o a esos razonamientos. La Universidad ha de ser el lugar donde el individuo aprende a analizar aquello que le interesa desde el punto de vista profesional o personal. Es, en definitiva, el lugar donde uno aprende a dudar de todo y la curiosidad gana terreno en nuestro espíritu para convertirnos en individuos independientes. Teniendo claro en cualquier momento que no es necesario ser universitario para triunfar profesionalmente o individualmente. El triunfo es algo subjetivo lejos de cualquier estereotipo que quieran imponernos desde fuera.
Luego, la enseñanza primaria y secundaria, que es la más importante de todas. Es donde el niño se forma. Y si la universitaria se ha convertido en un galimatías de alumnos y profesores, la primaria y secundaria se ha convertido en el juguete de los políticos para intentar crear individuos a su imagen y semejanza como si de dioses se tratase. Comencemos con el profesorado. Realizan la carrera más fácil de terminar en tiempo y en dificultad de todo el elenco de titulaciones universitarias. Tanto es así, que aquellos estudiantes con cierta dificultad de aprendizaje, bien genético o bien holgazán, terminan estudiando Magisterio. Algo increíble, porque serán los que formen a nuestro futuro. Pero eso también se merece otra reflexión aparte.
Porque de lo que se trata esta vez es de nuestros políticos. Una legislatura dura cuatro años, y cada vez que se celebran elecciones una de las bazas de los programas electorales es el cambio en la enseñanza. Así hemos visto como en los últimos años se han cargado del plan de estudio materias tan importantes para el pensamiento del individuo como la filosofía o el latín. Cómo el tema de la asignatura de religión ha ido y ha venido dependiendo del gobierno de turno. Ahora que si será voluntaria, ahora que depende del colegio, ahora que si creamos una asignatura de la Ciudadanía. Pero aún podemos ir más lejos, porque como las competencias de la enseñanza han ido a parar a las Comunidades Autónomas, y estás también han de legislar, sobre todo para justificar tantísimo gasto en cámaras legislativas, pues tendremos que la Historia es diferente la que se estudia en Andalucía a la que se estudia en Cataluña, que la literatura también, que también, por supuesto, la asignatura de Sociales. Y quien sabe si en algún colegio de este tremendo mapa llamado España, se salten la evolución porque el director piensa que él, precisamente él, no viene del mono sino de una iluminación divina que tuvo su madre al nacer.
¡Por Dios! Nunca peor dicho. Dejemos que un plan, sea el que sea, incluso el peor posible, de el resultado que tenga que dar. Dejemos correr el tiempo para que los alumnos empiecen y terminen ellos y sus hermanos un mismo plan. Sino, lo único que hacemos es crear padres desconcertados y alumnos torpes, como los que tenemos, e incultos. Y si a eso, además, le añadimos la falta de disciplina, el desconcierto de los propios profesores que no saben realmente qué tienen que enseñar, lo que estamos creando sin lugar a dudas es una malísima educación.
Claro, que tal vez es lo que quieran nuestros políticos. Universitarios siempre ocupados con cursos y más cursos prolongando la edad de comenzar a trabajar, ocupando la casa de sus padres hasta bien pasados los treinta, pero al menos sin ser contabilizados como parados, que ya es algo. O niños con poca escuela y mucho entretenimiento extraescolar para permitir que los padres descansen al máximo de ellos y así no se den cuenta de que cada vez realmente saben menos.
Deberíamos mirar en nosotros, los adultos de ahora, los que tenemos entre cuarenta y cincuenta años. Nos hemos educado en un ambiente terrible en lo social, sin libertad alguna; sin embargo, aún así, en la educación que nos daban, tal vez por una mala gestión y despista del régimen, lo cual nos vino bien, aprendimos lo necesario y suficiente para convertimos en lo que somos, que por lo visto, no ha estado nada mal.
Tenemos que enseñar a aprender, sólo eso, que no es poco. Todo lo demás son añadidos inútiles y demagogia política.
Por cierto, ahora me viene a la mente una reflexión que poco o mucho tiene que ver con lo anterior. A ver... Imaginemos un país democrático. Imaginemos que han pasado los suficientes años para que sus políticos hayan legislado todo lo posible por legislar. Imaginemos que el país funciona. Imaginemos que ya no hay para que la cámara de representantes tenga trabajo suficiente porque ya le queda poco o nada por hacer... Bueno, creo que es mucho imaginar. Tal vez, por eso, porque tienen demasiado tiempo libre, que piensan y piensan en como rehacer las cosas una y otra vez para justificar su puesto. En los países modernos debería existir algo que ya tenían los griegos y era el destierro forzoso de aquellos políticos que el pueblo consideraba que no hacían ya ningún bien, sino todo lo contrario, por la comunidad. Lo llamaban ostracismo. Claro que si aquí se hiciese eso tal vez nos quedaríamos con más bien pocos.
martes, 15 de enero de 2008
ESTA POESÍA MUESTRA MI ACTUAL ESTADO DE ÁNIMO
LO INCIERTO
Què difícil es tantear el futuro,
palpar lo inexistente. Tocarlo.
Los caminos inciertos que sólo existen detrás,
porque el delante es un "por si acaso".
¿Qué hacer con lo vivido??
Sólo recordarlo.
¿Qué hacer para vivir?
Sólo no pensarlo.
Pues lo inevitable
en camino opuesto camina,
acerándose a nosotros
en un instante, en un suspiro,
arrebatándonos los sueños
para convertir en certeza
aquello que jamás supimos.
No quiero mirar hacia delante,
no me mires a los ojos,
no me hables al oído,
no me toques
y cae lo más lejos que puedas
en mi olvido.
Conviértete en pasado.
No devores mi presente
y haz que tus frías manos
de calor alejadas
sólo, si acaso,
se acerquen
con una lejana caricia
a mi cara.
Què difícil es tantear el futuro,
palpar lo inexistente. Tocarlo.
Los caminos inciertos que sólo existen detrás,
porque el delante es un "por si acaso".
¿Qué hacer con lo vivido??
Sólo recordarlo.
¿Qué hacer para vivir?
Sólo no pensarlo.
Pues lo inevitable
en camino opuesto camina,
acerándose a nosotros
en un instante, en un suspiro,
arrebatándonos los sueños
para convertir en certeza
aquello que jamás supimos.
No quiero mirar hacia delante,
no me mires a los ojos,
no me hables al oído,
no me toques
y cae lo más lejos que puedas
en mi olvido.
Conviértete en pasado.
No devores mi presente
y haz que tus frías manos
de calor alejadas
sólo, si acaso,
se acerquen
con una lejana caricia
a mi cara.
lunes, 14 de enero de 2008
¿QUÉ MÁS DÁ?
No me gusta el arroz, ni las acelgas, ni los puerros, ni las coles de Bruselas, ni las motos, ni el color marrón, ni la carne de caza, ni el conejo, ni el pescado con espinas, ni las drogas, ni el champán, ni el caviar, ni el marmol de color rosa, ni el dentista. No me interesa la medicina, ni la abogacía, ni la psiquiatría, ni la química, ni la pornografía, ni la banca, ni hacer deporte, ni trasnochar. Me encantan los huevos fritos con patatas, las grasas, la carne de cerdo, la de ternera y la de cordero. También me gusta mirar el campo, el mar, el cielo. Me entusiasman los olores a tierra mojada, a chimenea encendida. Me interesa sobremanera leer, escuchar música, sentarme en el sofá y ver la televisión. Me apasiona escribir, y hablar con los amigos tomando un café. Y me llena de plenitud el sexo, viajar, y compartir mis experiencias con los demás. Y todo esto sin saber porqué y sin importarme siquiera saberlo. Y nadie me ha cuestionado jamás cada uno de estos gustos y placeres. Nunca se me ha preguntado la causa de mi temor al dentista o de mi amor por viajar. Se da por hecho que cada una de estas apetencias o desapetencias pertenecen a mi ámbito personal y privado. No hay duda que todo ello es tan innato en mi persona como el color de mis ojos, o la distribución poco simétrica de mis orejas. Sin embargo, cuando algo afecta a otro. En ese preciso momento en que una de mis decisiones o mis gustos puede afectar a los demás interviene, si ha lugar, el conflicto. Si alguien me invita a comer a su casa sin preguntarme qué me gusta y qué no me gusta puede verse en el apuro de ponerme delante un plato de comida realizado con el mayor amor del mundo y ver como el comer se convierte en esfuerzo para no quedar mal. Todo en la vida se basa en estas pequeñas cosas sencillas que hacen que una persona se sienta satisfecha porque realiza aquello que quiere, aquello que le gusta. Y eso no precisa esfuerzo alguno sino exclusivamente satisfacción. De esta manera nos sentimos realizados y no se nos origina ningún tipo de represión por no poder alcanzar el deseo de satisfacer algo tan básico como nuestra necesidad. Y así de sencillo es también la manera en que queremos relacionarnos con los demás. Nos hacemos amigos de aquellas personas con las que nos encontramos a gusto, sin saber exactamente muy bien el porqué. No se plantea de manera previa el camino para entablar con alguien una amistad. Ni siquiera se plantea a priori los lazos que hacen que nos enamoremos de alguien. Ocurre sin más. Y también este deseo de relacionarnos es algo que pertenece a nuestra más básica e intocable libertad personal. No es un derecho humano relacionarse con los otros. Es una libertad individual que en cuanto es aceptada por el receptor se convierte en una libertad colectiva que afecta sólo a dos, o al colectivo del que se trate. A nadie más. Ellos ponen las pautas, los fines y los límites de su relación. Y sus libertades solo se han de ver afectadas por el derecho de los demás ciudadanos a sentirse también libres. Una persona junto a otra puede decidir si quieren ser amigos, o amantes, o enamorados, o pareja para el resto de sus vidas. Y convivirán, por la necesidad social que el humano necesita para sobrevivir, en una sociedad que les obligará a un determinado comportamiento pero que jamás debería interferir como ente extraño entre el vínculo que ambos hayan creado entre sí. Hay que acatar las reglas sociales de la masa a la que pertenecemos para mantener la convivencia pacífica entre sus miembros. Estas colectividades deberán legislar para forzar el comportamiento de sus individuos hacia el camino de la tranquilidad y paz entre ellos. Y será esa manera de estructurarse lo que dará fuerza a la masa como si de un individuo independiente se tratase para encaminar el futuro de la mejor manera entre todos. Serán inevitables los choques y las revueltas, e incluso las revoluciones que limarán a lo largo de la historia aquellas aristas de incomprensión e irracionalidad; y a veces, porque no, aquellos bordes cortantes de algunos individuos que por su poder tanto económico como religioso quieren imponer determinados comportamientos al resto de los ciudadanos.
En los últimos quince mil años el hombre se ha ido uniendo en formas políticas y territoriales para defender sus maneras particulares con respecto a otros grupos. Nació así la escritura como manera de dejar constancia para sucesivas generaciones de cómo debe regirse la colectividad a la que se quiere aplicar la norma. Y para un mejor bienestar de la mayoría se comienza también a remunerar mediante la aportación individual de cada uno de ellos a individuos cuya dedicación exclusiva es velar por el cumplimiento de las mismas y la defensa de posibles ataques de terceros sobre sus territorios. Y nace el sentido de Estado como corpúsculo y unidad independiente a lo que le rodea. Y con él nace el deseo de crecer para obtener bienestar. Lástima que también con este nuevo sentido de organización social irrumpe el deseo de intentar imponer sobre los demás los nuestro como los “verdaderos” y “únicos” valores. Y así comienza el pulso desesperado de intentar acabar con lo que es diferente.
Miles de años de luchas, ataques, defensas, en definitiva, guerras entre unos y otros han ido modelando lo que hoy somos e inevitablemente en lo que hoy creemos. Algo que no se pretendía en absoluto, como es la mezcla, ha sido inevitable y bienvenida. Y así, occidente, nosotros, el denominado mundo civilizado, hemos logrado un período como jamás en la historia ha existido, de paz, bienestar y abundancia. Mucho color rojo se ha derramado a lo largo de los años. Tal vez demasiado; pero estamos aquí, en el siglo veintiuno, con libertades y derechos impensables incluso en la mente de cualquier novelista de ciencia ficción.
Hemos comprendido por fin que por encima de cualquier creencia individual o colectiva; por encima de cualquier tipo de moralidad, existe la razón. Y ahora nos parece increíble pensar que en algún momento de la historia se creyese que la mujer no tenía alma. O que las personas nacían en una escala social y ahí debían de morir. O que el padre de familia tenía la potestad incluso de condenar a muerte a uno de sus hijos. O que existía un poder divino que no solo intentaba definir nuestra forma de vida sino nuestra forma de pensar.
Esto que ahora tenemos: democracia, libertad, y sobre todo comprensión con aquello que aún siendo diferente a nosotros no rechazamos, debemos de cuidarlo y mimarlo para no perderlo. Se lo debemos a ellos. A tantos que han muerto por nosotros para que lo hayamos podido conseguir. Nuestros antepasados. Nuestros abuelos, nuestros padres. A todos ellos se lo debemos y por todos ellos debemos luchar el mantenerlo. Intentar no volver atrás. No caer en la facilidad de atacar a los demás porque no son como nosotros. Y sobre todo ser razonables. Sólo eso.
Ahora tenemos un ejemplo de lo frágil que es todo. Se habla del valor de la familia. ¿Qué familia? Antes habría que definirla. Unos piensan que familia sólo puede ser la unión de un hombre con una mujer y sus hijos. ¿Y los cuñados? ¿Y los tíos? ¿Y los primos? ¿Y los abuelos? ¿Y los primos segundos? En fin, podríamos prologar la familia incluso hasta los tíos abuelos, los primos abuelos, los cuñados segundos, los compadres, etc... Si queremos hablar del núcleo familiar y sólo aceptamos el mismo como el padre, la madre y los hijos. ¿Son familia aquellos que no pueden tener hijos? Nunca podrán ser abuelos. ¿Y aquellas madres que tienen que sacar adelante a sus hijos porque su marido murió, o porque se fue de casa y nunca más volvió? ¿Es el núcleo familiar eso? ¿Y si se vuelve a casar la madre? ¿El padrastro es familia del hijo que ha de educar sin ser suyo? ¿Y si se descubre que una mujer convive con su marido, tiene un hijo de otro matrimonio anterior, y tiene un amante desde hace tiempo? ¿Eso es familia? ¿El amante es padrastro? ¿Y si se queda embarazada de él? ¿Quién sería el padre real? Supongo que dependería siempre de la sinceridad de ella. ¿Y si son cristianos todos? ¿O protestantes? ¿O el amante es evangelista, ella presbiteriana y el marido legal católico?.
El concepto de familia es algo cultural y social. Lo individual, lo importante no es la familia sino el amor por el otro. Tomar conciencia de que existe otra persona distinta al yo egocéntrico y que estamos dispuestos a compartirlo en lo más profundo de nuestro ser. Y ese amor no amenaza absolutamente a nadie ni a ninguna sociedad. El amor es cuando la libertad individual se convierte en colectiva de uno más. Cuando el deseo de ser feliz trasciende de uno mismo para reflejarse en el deseo de que el otro también lo sea contigo. Luchar juntos por el anhelo de la soledad acompañada.
Y volviendo al principio de esta reflexión. La manera de amar no puede elegirse. Al igual que tampoco puede elegirse el deseo sexual. Nos gusta lo que nos gusta. La carne de cerdo, el cordero, el pelo rubio, los ojos negros, el rostro frágil, el duro, la mirada profunda, las manos. No lo podemos evitar. No es una opción. No nos importa saber en que etapa de nuestra infancia se formaron los gustos individuales de cada uno de nosotros. Da igual. Lo que importa es llevar a buen fin nuestros deseos. Ser conscientes de lo que somos y no avergonzarnos de lo que sentimos, siempre y cuando no afecten negativamente a los demás. Excepto los psicópatas, todos tenemos empatía, y somos capaces de ponernos en lugar de los demás. Sólo tenemos que hacerlo. Olvidarnos de aquellos arquetipos que nos encierran en verjas invisibles de incomprensión y escucharnos desde fuera para saber qué decimos. Tal vez descubramos que no estábamos tan en lo cierto y que realmente lo que creíamos verdad no es sino una opinión, la nuestra. Sólo eso. Porque intentar que los demás acepten nuestros razonamientos como los únicos válidos es sencillamente imposible. Y se ha demostrado a lo largo de la historia. Lo que siempre ha existido siempre ha estado ahí y siempre estará porque seguimos siendo los mismos humanos desde hace más de quince mil años. Seamos comprensivos con los demás y dejémosles vivir en paz.
Qué mas da que una persona sea homosexual o no. Qué mas da como le llamemos a la unión del mismo sexo. Lo importante no es el significante sino el significado. Estense tranquilos porque la familia no peligra. Jamás a peligrado y jamás peligrará. Si fueseis capaces de oir lo que habláis os daría vergüenza escucharos. Estas últimas semanas he tenido que leer y ver en televisión determinados argumentos realmente ridículos sobre lo que debe ser una familia y lo que jamás lo será. Y todo eso me produce terror físico realmente, porque si algo caracteriza al humano medio es su poca capacidad de análisis y la facilidad de dejarse llevar por opiniones ajenas por comodidad de no tener que pensar por sí mismos. Y eso a pasado a lo largo de toda la historia y ha originado los peores y más feroces conflictos de la misma. Aquellos que son escuchados han de ser cautos con sus opiniones porque jamás suelen ser conscientes de lo que pueden originar. Seamos razonables.
Quiero que alguien me explique en qué afecta a la familia que una pareja de homosexuales se amen y quieran convivir juntos el resto de sus vidas. ¿Qué no les llamen matrimonio? ¡Qué barbaridad! ¡Qué más da! Pues le llamaremos de otra manera. Claro, que entonces un vegetariano no podría ser llamado hombre, porque el hombre como animal es omnívoro y ha de comer de todo. Y entonces como a mí no me gusta ni el arroz, ni las espinacas, ni la carne de caza... No soy hombre. Tal vez sea eso... Porque realmente hay veces que creo tengo poco que ver con muchos de ustedes.
En los últimos quince mil años el hombre se ha ido uniendo en formas políticas y territoriales para defender sus maneras particulares con respecto a otros grupos. Nació así la escritura como manera de dejar constancia para sucesivas generaciones de cómo debe regirse la colectividad a la que se quiere aplicar la norma. Y para un mejor bienestar de la mayoría se comienza también a remunerar mediante la aportación individual de cada uno de ellos a individuos cuya dedicación exclusiva es velar por el cumplimiento de las mismas y la defensa de posibles ataques de terceros sobre sus territorios. Y nace el sentido de Estado como corpúsculo y unidad independiente a lo que le rodea. Y con él nace el deseo de crecer para obtener bienestar. Lástima que también con este nuevo sentido de organización social irrumpe el deseo de intentar imponer sobre los demás los nuestro como los “verdaderos” y “únicos” valores. Y así comienza el pulso desesperado de intentar acabar con lo que es diferente.
Miles de años de luchas, ataques, defensas, en definitiva, guerras entre unos y otros han ido modelando lo que hoy somos e inevitablemente en lo que hoy creemos. Algo que no se pretendía en absoluto, como es la mezcla, ha sido inevitable y bienvenida. Y así, occidente, nosotros, el denominado mundo civilizado, hemos logrado un período como jamás en la historia ha existido, de paz, bienestar y abundancia. Mucho color rojo se ha derramado a lo largo de los años. Tal vez demasiado; pero estamos aquí, en el siglo veintiuno, con libertades y derechos impensables incluso en la mente de cualquier novelista de ciencia ficción.
Hemos comprendido por fin que por encima de cualquier creencia individual o colectiva; por encima de cualquier tipo de moralidad, existe la razón. Y ahora nos parece increíble pensar que en algún momento de la historia se creyese que la mujer no tenía alma. O que las personas nacían en una escala social y ahí debían de morir. O que el padre de familia tenía la potestad incluso de condenar a muerte a uno de sus hijos. O que existía un poder divino que no solo intentaba definir nuestra forma de vida sino nuestra forma de pensar.
Esto que ahora tenemos: democracia, libertad, y sobre todo comprensión con aquello que aún siendo diferente a nosotros no rechazamos, debemos de cuidarlo y mimarlo para no perderlo. Se lo debemos a ellos. A tantos que han muerto por nosotros para que lo hayamos podido conseguir. Nuestros antepasados. Nuestros abuelos, nuestros padres. A todos ellos se lo debemos y por todos ellos debemos luchar el mantenerlo. Intentar no volver atrás. No caer en la facilidad de atacar a los demás porque no son como nosotros. Y sobre todo ser razonables. Sólo eso.
Ahora tenemos un ejemplo de lo frágil que es todo. Se habla del valor de la familia. ¿Qué familia? Antes habría que definirla. Unos piensan que familia sólo puede ser la unión de un hombre con una mujer y sus hijos. ¿Y los cuñados? ¿Y los tíos? ¿Y los primos? ¿Y los abuelos? ¿Y los primos segundos? En fin, podríamos prologar la familia incluso hasta los tíos abuelos, los primos abuelos, los cuñados segundos, los compadres, etc... Si queremos hablar del núcleo familiar y sólo aceptamos el mismo como el padre, la madre y los hijos. ¿Son familia aquellos que no pueden tener hijos? Nunca podrán ser abuelos. ¿Y aquellas madres que tienen que sacar adelante a sus hijos porque su marido murió, o porque se fue de casa y nunca más volvió? ¿Es el núcleo familiar eso? ¿Y si se vuelve a casar la madre? ¿El padrastro es familia del hijo que ha de educar sin ser suyo? ¿Y si se descubre que una mujer convive con su marido, tiene un hijo de otro matrimonio anterior, y tiene un amante desde hace tiempo? ¿Eso es familia? ¿El amante es padrastro? ¿Y si se queda embarazada de él? ¿Quién sería el padre real? Supongo que dependería siempre de la sinceridad de ella. ¿Y si son cristianos todos? ¿O protestantes? ¿O el amante es evangelista, ella presbiteriana y el marido legal católico?.
El concepto de familia es algo cultural y social. Lo individual, lo importante no es la familia sino el amor por el otro. Tomar conciencia de que existe otra persona distinta al yo egocéntrico y que estamos dispuestos a compartirlo en lo más profundo de nuestro ser. Y ese amor no amenaza absolutamente a nadie ni a ninguna sociedad. El amor es cuando la libertad individual se convierte en colectiva de uno más. Cuando el deseo de ser feliz trasciende de uno mismo para reflejarse en el deseo de que el otro también lo sea contigo. Luchar juntos por el anhelo de la soledad acompañada.
Y volviendo al principio de esta reflexión. La manera de amar no puede elegirse. Al igual que tampoco puede elegirse el deseo sexual. Nos gusta lo que nos gusta. La carne de cerdo, el cordero, el pelo rubio, los ojos negros, el rostro frágil, el duro, la mirada profunda, las manos. No lo podemos evitar. No es una opción. No nos importa saber en que etapa de nuestra infancia se formaron los gustos individuales de cada uno de nosotros. Da igual. Lo que importa es llevar a buen fin nuestros deseos. Ser conscientes de lo que somos y no avergonzarnos de lo que sentimos, siempre y cuando no afecten negativamente a los demás. Excepto los psicópatas, todos tenemos empatía, y somos capaces de ponernos en lugar de los demás. Sólo tenemos que hacerlo. Olvidarnos de aquellos arquetipos que nos encierran en verjas invisibles de incomprensión y escucharnos desde fuera para saber qué decimos. Tal vez descubramos que no estábamos tan en lo cierto y que realmente lo que creíamos verdad no es sino una opinión, la nuestra. Sólo eso. Porque intentar que los demás acepten nuestros razonamientos como los únicos válidos es sencillamente imposible. Y se ha demostrado a lo largo de la historia. Lo que siempre ha existido siempre ha estado ahí y siempre estará porque seguimos siendo los mismos humanos desde hace más de quince mil años. Seamos comprensivos con los demás y dejémosles vivir en paz.
Qué mas da que una persona sea homosexual o no. Qué mas da como le llamemos a la unión del mismo sexo. Lo importante no es el significante sino el significado. Estense tranquilos porque la familia no peligra. Jamás a peligrado y jamás peligrará. Si fueseis capaces de oir lo que habláis os daría vergüenza escucharos. Estas últimas semanas he tenido que leer y ver en televisión determinados argumentos realmente ridículos sobre lo que debe ser una familia y lo que jamás lo será. Y todo eso me produce terror físico realmente, porque si algo caracteriza al humano medio es su poca capacidad de análisis y la facilidad de dejarse llevar por opiniones ajenas por comodidad de no tener que pensar por sí mismos. Y eso a pasado a lo largo de toda la historia y ha originado los peores y más feroces conflictos de la misma. Aquellos que son escuchados han de ser cautos con sus opiniones porque jamás suelen ser conscientes de lo que pueden originar. Seamos razonables.
Quiero que alguien me explique en qué afecta a la familia que una pareja de homosexuales se amen y quieran convivir juntos el resto de sus vidas. ¿Qué no les llamen matrimonio? ¡Qué barbaridad! ¡Qué más da! Pues le llamaremos de otra manera. Claro, que entonces un vegetariano no podría ser llamado hombre, porque el hombre como animal es omnívoro y ha de comer de todo. Y entonces como a mí no me gusta ni el arroz, ni las espinacas, ni la carne de caza... No soy hombre. Tal vez sea eso... Porque realmente hay veces que creo tengo poco que ver con muchos de ustedes.
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