lunes, 14 de enero de 2008

¿QUÉ MÁS DÁ?

No me gusta el arroz, ni las acelgas, ni los puerros, ni las coles de Bruselas, ni las motos, ni el color marrón, ni la carne de caza, ni el conejo, ni el pescado con espinas, ni las drogas, ni el champán, ni el caviar, ni el marmol de color rosa, ni el dentista. No me interesa la medicina, ni la abogacía, ni la psiquiatría, ni la química, ni la pornografía, ni la banca, ni hacer deporte, ni trasnochar. Me encantan los huevos fritos con patatas, las grasas, la carne de cerdo, la de ternera y la de cordero. También me gusta mirar el campo, el mar, el cielo. Me entusiasman los olores a tierra mojada, a chimenea encendida. Me interesa sobremanera leer, escuchar música, sentarme en el sofá y ver la televisión. Me apasiona escribir, y hablar con los amigos tomando un café. Y me llena de plenitud el sexo, viajar, y compartir mis experiencias con los demás. Y todo esto sin saber porqué y sin importarme siquiera saberlo. Y nadie me ha cuestionado jamás cada uno de estos gustos y placeres. Nunca se me ha preguntado la causa de mi temor al dentista o de mi amor por viajar. Se da por hecho que cada una de estas apetencias o desapetencias pertenecen a mi ámbito personal y privado. No hay duda que todo ello es tan innato en mi persona como el color de mis ojos, o la distribución poco simétrica de mis orejas. Sin embargo, cuando algo afecta a otro. En ese preciso momento en que una de mis decisiones o mis gustos puede afectar a los demás interviene, si ha lugar, el conflicto. Si alguien me invita a comer a su casa sin preguntarme qué me gusta y qué no me gusta puede verse en el apuro de ponerme delante un plato de comida realizado con el mayor amor del mundo y ver como el comer se convierte en esfuerzo para no quedar mal. Todo en la vida se basa en estas pequeñas cosas sencillas que hacen que una persona se sienta satisfecha porque realiza aquello que quiere, aquello que le gusta. Y eso no precisa esfuerzo alguno sino exclusivamente satisfacción. De esta manera nos sentimos realizados y no se nos origina ningún tipo de represión por no poder alcanzar el deseo de satisfacer algo tan básico como nuestra necesidad. Y así de sencillo es también la manera en que queremos relacionarnos con los demás. Nos hacemos amigos de aquellas personas con las que nos encontramos a gusto, sin saber exactamente muy bien el porqué. No se plantea de manera previa el camino para entablar con alguien una amistad. Ni siquiera se plantea a priori los lazos que hacen que nos enamoremos de alguien. Ocurre sin más. Y también este deseo de relacionarnos es algo que pertenece a nuestra más básica e intocable libertad personal. No es un derecho humano relacionarse con los otros. Es una libertad individual que en cuanto es aceptada por el receptor se convierte en una libertad colectiva que afecta sólo a dos, o al colectivo del que se trate. A nadie más. Ellos ponen las pautas, los fines y los límites de su relación. Y sus libertades solo se han de ver afectadas por el derecho de los demás ciudadanos a sentirse también libres. Una persona junto a otra puede decidir si quieren ser amigos, o amantes, o enamorados, o pareja para el resto de sus vidas. Y convivirán, por la necesidad social que el humano necesita para sobrevivir, en una sociedad que les obligará a un determinado comportamiento pero que jamás debería interferir como ente extraño entre el vínculo que ambos hayan creado entre sí. Hay que acatar las reglas sociales de la masa a la que pertenecemos para mantener la convivencia pacífica entre sus miembros. Estas colectividades deberán legislar para forzar el comportamiento de sus individuos hacia el camino de la tranquilidad y paz entre ellos. Y será esa manera de estructurarse lo que dará fuerza a la masa como si de un individuo independiente se tratase para encaminar el futuro de la mejor manera entre todos. Serán inevitables los choques y las revueltas, e incluso las revoluciones que limarán a lo largo de la historia aquellas aristas de incomprensión e irracionalidad; y a veces, porque no, aquellos bordes cortantes de algunos individuos que por su poder tanto económico como religioso quieren imponer determinados comportamientos al resto de los ciudadanos.

En los últimos quince mil años el hombre se ha ido uniendo en formas políticas y territoriales para defender sus maneras particulares con respecto a otros grupos. Nació así la escritura como manera de dejar constancia para sucesivas generaciones de cómo debe regirse la colectividad a la que se quiere aplicar la norma. Y para un mejor bienestar de la mayoría se comienza también a remunerar mediante la aportación individual de cada uno de ellos a individuos cuya dedicación exclusiva es velar por el cumplimiento de las mismas y la defensa de posibles ataques de terceros sobre sus territorios. Y nace el sentido de Estado como corpúsculo y unidad independiente a lo que le rodea. Y con él nace el deseo de crecer para obtener bienestar. Lástima que también con este nuevo sentido de organización social irrumpe el deseo de intentar imponer sobre los demás los nuestro como los “verdaderos” y “únicos” valores. Y así comienza el pulso desesperado de intentar acabar con lo que es diferente.

Miles de años de luchas, ataques, defensas, en definitiva, guerras entre unos y otros han ido modelando lo que hoy somos e inevitablemente en lo que hoy creemos. Algo que no se pretendía en absoluto, como es la mezcla, ha sido inevitable y bienvenida. Y así, occidente, nosotros, el denominado mundo civilizado, hemos logrado un período como jamás en la historia ha existido, de paz, bienestar y abundancia. Mucho color rojo se ha derramado a lo largo de los años. Tal vez demasiado; pero estamos aquí, en el siglo veintiuno, con libertades y derechos impensables incluso en la mente de cualquier novelista de ciencia ficción.

Hemos comprendido por fin que por encima de cualquier creencia individual o colectiva; por encima de cualquier tipo de moralidad, existe la razón. Y ahora nos parece increíble pensar que en algún momento de la historia se creyese que la mujer no tenía alma. O que las personas nacían en una escala social y ahí debían de morir. O que el padre de familia tenía la potestad incluso de condenar a muerte a uno de sus hijos. O que existía un poder divino que no solo intentaba definir nuestra forma de vida sino nuestra forma de pensar.

Esto que ahora tenemos: democracia, libertad, y sobre todo comprensión con aquello que aún siendo diferente a nosotros no rechazamos, debemos de cuidarlo y mimarlo para no perderlo. Se lo debemos a ellos. A tantos que han muerto por nosotros para que lo hayamos podido conseguir. Nuestros antepasados. Nuestros abuelos, nuestros padres. A todos ellos se lo debemos y por todos ellos debemos luchar el mantenerlo. Intentar no volver atrás. No caer en la facilidad de atacar a los demás porque no son como nosotros. Y sobre todo ser razonables. Sólo eso.

Ahora tenemos un ejemplo de lo frágil que es todo. Se habla del valor de la familia. ¿Qué familia? Antes habría que definirla. Unos piensan que familia sólo puede ser la unión de un hombre con una mujer y sus hijos. ¿Y los cuñados? ¿Y los tíos? ¿Y los primos? ¿Y los abuelos? ¿Y los primos segundos? En fin, podríamos prologar la familia incluso hasta los tíos abuelos, los primos abuelos, los cuñados segundos, los compadres, etc... Si queremos hablar del núcleo familiar y sólo aceptamos el mismo como el padre, la madre y los hijos. ¿Son familia aquellos que no pueden tener hijos? Nunca podrán ser abuelos. ¿Y aquellas madres que tienen que sacar adelante a sus hijos porque su marido murió, o porque se fue de casa y nunca más volvió? ¿Es el núcleo familiar eso? ¿Y si se vuelve a casar la madre? ¿El padrastro es familia del hijo que ha de educar sin ser suyo? ¿Y si se descubre que una mujer convive con su marido, tiene un hijo de otro matrimonio anterior, y tiene un amante desde hace tiempo? ¿Eso es familia? ¿El amante es padrastro? ¿Y si se queda embarazada de él? ¿Quién sería el padre real? Supongo que dependería siempre de la sinceridad de ella. ¿Y si son cristianos todos? ¿O protestantes? ¿O el amante es evangelista, ella presbiteriana y el marido legal católico?.

El concepto de familia es algo cultural y social. Lo individual, lo importante no es la familia sino el amor por el otro. Tomar conciencia de que existe otra persona distinta al yo egocéntrico y que estamos dispuestos a compartirlo en lo más profundo de nuestro ser. Y ese amor no amenaza absolutamente a nadie ni a ninguna sociedad. El amor es cuando la libertad individual se convierte en colectiva de uno más. Cuando el deseo de ser feliz trasciende de uno mismo para reflejarse en el deseo de que el otro también lo sea contigo. Luchar juntos por el anhelo de la soledad acompañada.

Y volviendo al principio de esta reflexión. La manera de amar no puede elegirse. Al igual que tampoco puede elegirse el deseo sexual. Nos gusta lo que nos gusta. La carne de cerdo, el cordero, el pelo rubio, los ojos negros, el rostro frágil, el duro, la mirada profunda, las manos. No lo podemos evitar. No es una opción. No nos importa saber en que etapa de nuestra infancia se formaron los gustos individuales de cada uno de nosotros. Da igual. Lo que importa es llevar a buen fin nuestros deseos. Ser conscientes de lo que somos y no avergonzarnos de lo que sentimos, siempre y cuando no afecten negativamente a los demás. Excepto los psicópatas, todos tenemos empatía, y somos capaces de ponernos en lugar de los demás. Sólo tenemos que hacerlo. Olvidarnos de aquellos arquetipos que nos encierran en verjas invisibles de incomprensión y escucharnos desde fuera para saber qué decimos. Tal vez descubramos que no estábamos tan en lo cierto y que realmente lo que creíamos verdad no es sino una opinión, la nuestra. Sólo eso. Porque intentar que los demás acepten nuestros razonamientos como los únicos válidos es sencillamente imposible. Y se ha demostrado a lo largo de la historia. Lo que siempre ha existido siempre ha estado ahí y siempre estará porque seguimos siendo los mismos humanos desde hace más de quince mil años. Seamos comprensivos con los demás y dejémosles vivir en paz.

Qué mas da que una persona sea homosexual o no. Qué mas da como le llamemos a la unión del mismo sexo. Lo importante no es el significante sino el significado. Estense tranquilos porque la familia no peligra. Jamás a peligrado y jamás peligrará. Si fueseis capaces de oir lo que habláis os daría vergüenza escucharos. Estas últimas semanas he tenido que leer y ver en televisión determinados argumentos realmente ridículos sobre lo que debe ser una familia y lo que jamás lo será. Y todo eso me produce terror físico realmente, porque si algo caracteriza al humano medio es su poca capacidad de análisis y la facilidad de dejarse llevar por opiniones ajenas por comodidad de no tener que pensar por sí mismos. Y eso a pasado a lo largo de toda la historia y ha originado los peores y más feroces conflictos de la misma. Aquellos que son escuchados han de ser cautos con sus opiniones porque jamás suelen ser conscientes de lo que pueden originar. Seamos razonables.

Quiero que alguien me explique en qué afecta a la familia que una pareja de homosexuales se amen y quieran convivir juntos el resto de sus vidas. ¿Qué no les llamen matrimonio? ¡Qué barbaridad! ¡Qué más da! Pues le llamaremos de otra manera. Claro, que entonces un vegetariano no podría ser llamado hombre, porque el hombre como animal es omnívoro y ha de comer de todo. Y entonces como a mí no me gusta ni el arroz, ni las espinacas, ni la carne de caza... No soy hombre. Tal vez sea eso... Porque realmente hay veces que creo tengo poco que ver con muchos de ustedes.

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