viernes, 1 de febrero de 2008

YO Y MIS COCHES

Capítulo I

El primer coche que tuvo m padre fue un SIMCA 900, ya ven ni siquiera podía hacer el amor en él porque le faltaban 100 centímetro cúbicos. Era de color blanco “hueso” que es el que le gustaba a mi madre. Al fin y al cabo son las mujeres las que eligen finalmente el coche de la familia, aunque ellas no conduzcan y siempre digan que no entienden nada de nada al respecto. Todo empieza así:

- Cariño, creo que necesitamos un coche. –Le dice el marido de manera discreta cuando la ocasión sea la más factible.
- Bueno. –Le contesta ella, como dejando claro que le da exactamente igual.

Él ya ha estado en varios concesionarios y lleva mirando catálogos más de un mes. Sueña con caballos de potencia, colores deportivos y velocidad. Ilusionadamente le va mostrando a ella todas las opciones, todas sus fantasías. Y lo que empezaba siendo un semideportivo de color rojo, ruedas con llantas espectaculares y más caballos que la diligencia de John Ford, termina siendo un monovolumen de color gris, diésel y con menos caballos que el carro de Moisés.

Pues eso, blanco “hueso”, para mí, blanco “sucio”. Tenía formas totalmente cuadradas, antiestéticas y antidinámicas. Estrecho, con motor trasero, sillones de escai color crema pastelera; o mejor, color natillas, incluida la canela. Y aún así nos encantó cuando lo vimos por primera vez. Era todo un sueño tener un coche, fuese cual fuese. Dejaríamos de ir al pueblo en autobuses conectados en Sevilla, luego en Mérida, después Trujillo, y finalmente un trasto con cuatro ruedas nos llevaría a Las Huertas. Vivíamos en Cádiz y era todo un suplicio ir a visitar a los abuelos; o al menos eso creíamos entonces.

Llegó el primer verano, las primeras vacaciones con coche. Agosto, cinco de la madrugada –a mi madre siempre le ha gustado madrugar para viajar, o no dormir que es lo mismo-. Mi padre, mi madre, mi hermana, mi hermano, mi abuelo y yo. Todos acumulados en el SIMCA. Las maletas en el pequeño maletero delantero, en la baca, entre las piernas de mi abuelo y encima de mí. Mi hermana aguantaba a mi hermano de ocho años encima de ella. Era una especie de minimudanza. ¿Listos? Preguntaba mi padre. Nosotros casi sin poder respirar, magullábamos tímidamente un: “espera que Juanito –yo- está aún entrando”. Mi madre, sentada evidentemente de copiloto, también llevaba entre las piernas toda la comida dispuesta para el largo camino. Bocadillos de panceta frita, merenderas con huevos duros, tortillas de patatas, pan, agua, vino, refrescos, y algún que otro guiso a medio hacer para terminarlo de cocinar al llegar.¡Qué barbaridad!

Motor en marcha, arranque y a recorrer cuatrocientos cincuenta kilómetros por la Ruta de la Plata. Antes llegar a Sevilla. El horno de España. El día, fuese cual fuese el año, se mantenía siempre en la misma temperatura: rondando los cuarenta grados a la sombra. Mi hermano nos lo turnábamos detrás para evitar trombos en las piernas y ahogos innecesarios para la edad que teníamos. Las ventanillas abiertas de par en par. El aire caliente que al penetrar en nuestros alvéolos los calentaba innecesariamente. Sudor, ahogo, pero en coche.

Los kilómetros pasaban uno tras otro, lentamente, grabados sobre mojones de las antiguas mestas extremeñas. Baches, curvas, más baches, y más curvas. Cuestas. La de La Media Fanega, la más empinada. Allí debía demostrarse la eficacia de los ingenieros de Barreiros. Esos escasos caballos cargados arremetían la subida con un ronroneo digno de ser grabado para la posteridad. Poco a poco, despacito. Una curva a la derecha con la señal de no circular a más de veinte. ¡Qué tontería! Como si pudiésemos rozar siquiera esa velocidad. Creo que a veces íbamos más despacio que un burro obstinado en no subir. Ya termina, ya parece que empieza la cuesta abajo. Se siente un gorgoteo. Será el agua del radiador cociendo como si quisiese convertir el vehículo en una locomotora a vapor. Poco a poco. Mi padre casi empujaba el acelerador. Las ruedas se notaban aplastadas contra el hirviente asfalto. Plas, plas, plas. Y al fin llegamos. Ahora, cuesta abajo. El vehículo cansado, agotado, quería jolgorio, necesitaba liberar el cansancio y se lanzaba en una vorágine de triunfo, y se negaba a frenar. Nos balanceábamos de un lado hacia otro y mi hermano parecía un muñeco de tómbola que nos golpeaba ya con sus huesos bien formados produciéndonos verdaderas marcas en nuestras sudorosas y más que templadas carnes.

Después de semejante suplicio tocaba parar a un lado para comer. Cuando salíamos nuestras piernas tenían tan grabadas en sus músculos la postura que el cerebro se tomaba demasiado tiempo para informarlas de que ya no estábamos dentro. Lentamente estirábamos nuestros cuerpos con el único fin último de enderezarlos. Una calor sofocante. Chicharras que jamás se cansan las criaturas de buscar pareja, si es lo que hacen, que no lo tengo claro. Pînos, rocas, tierra y sol. Lo mejor para comer. Desmontar la baca para bajar la mesa de playa. Llenarla de comida. Torreznos, pan, y todo lo demás. Y mientras intentamos masticar los apelmazados a recalentados bocados, bichos voladores de todo tipo nos rodean preparados para un ataque final de batalla perdida Con la sangre tan caliente miles de mosquitos alertados por algún desalmado aterrizan sobre nuestros brazos, cuellos, piernas y demás lugares donde la piel asoma con ansia para recoger el aire que le falta. Y a recolocarnos en el SIMCA otra vez. Algo difícil volver a retomar la posición. Ahora, visto desde fuera, parece imposible que todo lo que hay fuera alguna vez fuese dentro.

Enlatados enfilábamos los últimos doscientos cincuenta kilómetros. Después de comer, somnolencia, más calor, y más mal cuerpo. Mi madre hablaba y hablaba sin parar para intentar que mi padre no cerrase los ojos, porque dormir dormía, eso era inevitable; aunque lo hiciese despierto. Mi hermana se ponía pálida y cuando estaba a punto de desfallecer, vomitaba por la ventana y parábamos un ratito más para que ella pudiese recuperar de alguna manera el poco color que le quedaba. En el horizonte, llanuras secas y campos amarillentos que alguna vez, quien sabe cuando, pudieron ser verdes. Rectas largas con firme descompuesto por el calor descomponían los amortiguadores una y otra vez, una y otra vez.

Ya estamos en Almendralejo; ahora viene el desvío hacia Mérida por la Nacional V, la que lleva de Madrid a Lisboa. Un pueblo largo, casi un espejismo en la tierra yerma y caliente de un día en el que el sol hace conciencia de su existencia. Son las cuatro de la tres de la tarde, casi doce horas desde que salimos. No importa ya nada. Ni el calor, ni el cansancio, ni el sudor, ni los vómitos, ni el aire, ni el ruido. Estamos en trance. Hemos entrado en el mundo de la irrealidad. Todo parece un sueño y la languidez se ha adueñado de la parte trasera del coche. Incluso él mismo parece de plastilina. Bastantes horas después llegamos a Mérida. Luego a Trujillo, y cuando el sol comienza a apiadarse de nosotros llegamos a nuestro pueblo. A Las Huertas. Ya está, el coche ha cumplido su función. Nos ha arrastrado hasta allí sintiendo a cada instante el dolor del camino. Lo ha logrado y se merece un descanso. Nosotros nos bajamos como podemos, uno tras otro, o tal vez otro tras uno, no lo se.

Aún el suplicio que pasábamos en aquellos tremendos viajes, los recuerdo con cierta melancolía. Ahora todo es mucho más rápido. Ya no hay carreteras estrechas sino autovías. La Cuesta de la Media Fanega casi ha desaparecido. No se puede parar ya en el arcén para comer porque no existe la posibilidad de hacerlo. Tenemos aire acondicionado que nos refresca o incluso nos enfría en pleno verano. Ya el viaje no es una aventura.

El SIMCA 900 nos duró bastante, y en él aprendí a conducir a manos de mi padre en un descampado –cuando los había- cerca del mar. Supongo que parte de aquel color blanco “hueso” fue a parar a algún otro coche por el milagro del reciclaje, tal vez, o eso quiero creer, forma parte del que ahora uso y me haya reconocido recordando viejos tiempos y acompañándome en estos viajes diarios de mi casa al trabajo.

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