Cuando yo iba a la universidad, allá por los años 80 del siglo pasado, lo hacía andando, en autobús, y las menos de paquete en una mobilete de algún compañero con posibles. Los únicos coches, que tampoco eran muchos, pertenecían al cuerpo docente. Ahora eso ha cambiado. Los alumnos tienen unos coches de 16 válvulas, rojos o negros, con ruedas de perfil bajo, tubos de escape de acero inoxidable, verdaderas máquinas; y son los profesores los que van en bus, en bicicleta y los más osados en moto.
Yo estudié empresariales, comencé a trabajar, y luego, al cabo de un par de años me matriculé en la Facultad de Filosofía y Letras –nombre precioso, por cierto- para comenzar los estudios de Historia General. Superaba a mis compañeros en cinco o seis años y ya me consideraron desde el principio el abuelo de la clase –sólo tenía entonces veinticuatro añitos-. Estaba ya en segundo de carrera, cuando un día, a la hora de comer, que acababa yo de llegar del trabajo, mi padre me puso encima de la mesa una llave plateada, superfina y endeble y me dijo:
- Juanito. Aquí tienes la llave de un coche que te he comprado esta mañana.
Me quedé estupefacto porque mis padres nunca han sido muy bondadosos a la hora de soltar dinero a diestro y siniestro; más bien han pertenecido siempre a lo que se llama vulgarmente “la cofradía del puño”.
- Era de un compañero que me lo ha vendido muy barato. Sólo me ha costado quince mil pesetas. No se como estará de motor pero al menos anda. Pruébalo a ver si te sirve, y sino, lo venderemos como chatarra y le sacaremos seguro más dinero.
Ya decía yo. En algún lugar estaba el truco. Así que, terminé de comer y bajé a ver semejante máquina. Si arrancaba y lograba rodar me lo llevaría esa misma tarde a clase. Era un Diane 6, color azul –no se muy bien el tono. ¡Hay tantos azules!, aunque creo que podría definirse como “azul gimiente” por el aspecto desgarbado y cansado que tenía-. Introduje la llave en la puerta, giré, y se abrió; más bien se descolgó hacia fuera sin necesidad de tocarla. “Apertura automática” –pensé. Los asientos de un color blanquecino y de un material por el que debía ser felicitado el químico que aisló semejante textura. Me senté, me estiré para cerrar la puerta que lo hizo con la valentía suficiente como para zarandear todo el vehículo de un lado a otro y me quedé un instante viendo lo que me rodeaba. El volante, grande, como tocaba. El cambio de marcha era una palanca situada en medio del salpicadero. “A ver, girando a la izquierda y hacia delante la primera, hacia atrás la segunda, empujando y girando a la derecha la tercera y hacia atrás la cuarta”. “¿Y la marcha atrás”. “¡Ah, sí! Girando mucho más a la izquierda y hacia delante”. Todo controlado… “¿Y el freno de mano?”. “¿Dónde está”. El asiento delantero era corrido de puerta a puerta, igual que el de atrás. Miré por todos sitios y no lo encontré. Al final recordé que esos coches lo tenían pegado al lado izquierdo del vehículo delante de la puerta. Así era. Una especie de gatillo grande que había que apretar para desbloquearlo, como si fuese una pistola de silicona. Coloqué el espejo retrovisor interior, bajé la ventanilla con una manivela que temía se me quedase en la mano y ajusté también el retrovisor exterior, una especie de tubo de hierro pegado a la carrocería unido mediante bola de acero a un espejo plateado de desproporcionado tamaño para lo poco que mostraba.
Lo puse en marcha. El sonido era tan suave que me hacia dudar si tendría la suficiente fuerza para moverse por sí mismo sin necesidad de ningún otro empuje extra. Apreté el embrague hacia el fondo, coloqué la palanca de cambios en la posición de la primera, y pisé sobre el acelerador sin que el motor me demostrase excesivo entusiasmo. Intenté salir del aparcamiento haciendo las mínimas maniobras posibles dado que carecía, como casi todos los coches de la época, de dirección asistida. Cuando giraba el volante se podía escuchar cómo las ruedas gemían en su deslizamiento por el asfalto. A la derecha, hacia delante, freno, a la izquierda hacia atrás, freno. Otra vez a la derecha, hacia delante, freno, y otra vez a la izquierda hacia atrás y freno. ¡Agotador! Por fin logré salir y encaminarme a la facultad. Sería el único alumno con coche. El traqueteo de los pocos caballos de que disponía el vehículo y su extraña suspensión me transportaba al tiempo de las calesas. Cada vez que frenaba las ruedas quedaban atrás y todo el habitáculo seguía su inercia de movimiento en un vaivén pendular de adelante hacia atrás como si de una atracción de feria se tratase; me encantaba, por cierto.
Cuando llegué y lo aparqué me percaté de que el capó que debería de tapar completamente el motor no sólo no cerraba bien sino que dejaba ver las entrañas del vehículo. No lo había visto antes. Para intentar mantenerlo más o menos en su sitio, una cadena entre el guardabarros y él con un enorme candado lo obligaban a permanecer cerrado. Claro, que si sólo había una llave... ¿Dónde estaba la del candado?
La cuestión fue que sólo pude hacer dos viajes a la facultad. En el primero, a la vuelta a casa, mientras llevaba a unos compañeros que ejercían su peso natural sobre la endeble carrocería del citröen aplastándola con gracia desmedida, al subir la cuesta de La Catedral, se descolgó el tubo de escape. Y el dulce sonido de un motor débil pero con brío se convirtió en el ensordecedor rugido de un fórmula uno en plena competición, eso sí, con velocidad incoherente. Para colmo en la cola, al rozar el metal con el suelo unas chispas aderezaban el espectáculo, ante la mirada inoportuna de un Policía Local que en aquel momento, nunca antes y nunca después, intentaba, sin conseguirlo, como siempre, regular el escaso tráfico.
- ¡Pare! ¡Pare! –rugía con su garganta descompuesta.
Aún si haberle escuchado era evidente que el próximo gesto mío iba a ser una parada repentina de urgencia súbita. Mis compañeros se mofaban de la escena, y no eran pocos pues habíamos decidido que subirían al coche tantos como pudiese aguantar el león –que así llamábamos al vehículo, y que ahora hacía honores no sólo por su valentía sino por el gutural rugido al que nos estaba siendo sometido-.
Aquel día cada uno tuvo que volver a su casa de su manera habitual y yo envié el coche a arreglar. Cuando estuvo, durante una semana más sirvió perfectamente al cometido para el que se fabricó en su día –hacía ya bastantes años-. Y justo cuando decidimos por unanimidad en una votación de la clase, que lo pintaríamos como mascota del segundo curso de Historia, en la misma cuesta donde se le descolgó el tubo de escape, y con el mismo público interior, se le descolgó el motor y tuvo que pasar a mejor vida. El coche ha muerto, dijo alguién. ¡Viva el Coche! Contestamos todos.
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2 comentarios:
jajaja, muy divertida esa descricpción. Yo también tuve un Dyane 6 por esa misma época y tenía una suspensión extraña, como bien dices, a veces era como ir en barco. Por cierto, deberías reconsiderar la traducción del blog (yo te ayudo) para que llegue a más gente de por aquí.
Por dentro parecía la cueva de Altamira. Al final te robaron el motor, ¿no?
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